martes, 16 de junio de 2009

Madrugada de junio, llueve

La calle está desierta en esta madrugada de lluvia repentina. Un perro duerme junto a la puerta vieja. Mientras camino, espero que suceda el milagro que sólo llega a mí en esta hora extraña. El perro levanta su cabeza y olfatea en el viento pesado y pestilente. La ciudad se sumerge en el sopor de un verano que aún no ha comenzado y sin embargo ya se ha cobrado algunos gestos de mi vida. Los ojos de este perro son profundos y negros, como pozos sin fondo, y ocultan el horror, como todas las cosas negras. Continúo mi camino y atravieso los campos de batalla. Hay miradas vacías en la plaza, soledades sin rumbo que se hunden en la noche. Es muy tarde: en el solar, el vagabundo ha muerto. Velan sus restos los hierros de un andamio y dos cubos de basura. Los barrenderos riegan, a pesar de la lluvia y del silencio. El reflejo del agua me trae a la memoria su recuerdo. El vagabundo era un pez atrapado en su pecera, una estrella de fuego en la frontera. Creció entre la miseria y la desolación, en el lugar donde se juntan todos los ojos negros. Cuando perdió su luz y la locura vino a robarle el alma, le encontró bien dispuesto, con los brazos en cruz y los ojos brillantes, agradecido al fin de que acabara aquello. Vuelve a llover, la ciudad no respira. Duermen los ojos negros de ese perro. A solas y en silencio, como la muerte.

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