martes, 30 de junio de 2009

Entre charcos de nieve

Era invierno y una ola de frío aplastaba la rutina diaria de las gentes. Yo lo había perdido todo y caminaba sin rumbo por una ciudad desordenada y sucia. Todo estaba cargado de nieve y de tristeza, tanto, que hasta costaba respirar el aire, cortante y pegajoso, de esta ciudad helada. Recuerdo cómo la soledad llenaba de dolor cada pequeño paso, cada mínimo espacio, cada rincón del mundo, cada uno de aquellos oscuros pasadizos por los que transitaba ahora arrastrando todo el peso de mi pasado. Recuerdo como esa soledad se convertía en barro junto al aparcamiento, en la puerta de las iglesias, alrededor de los bares del centro y del mercado. Yo recorría las calles, hundido en mi interior, pensando en cómo sobrevivir a este maldito invierno. Un invierno donde todo moría de un modo irremediable entre charcos inmundos de nieve derretida. Caminé muchas horas, hasta que oscureció. El aire helado me pesaba en los hombros tanto como el pasado, y los dos se colaban por cada ranura de mi abrigo, hasta que todo se mezclaba allí, y se instalaba, en un punto profundo de mi alma. Cuando no pude más me senté en una escalera que bajaba a un aparcamiento. Cerré los ojos y recordé cómo un mal día de diciembre, debido a la codicia de algunos empresarios, perdí mi puesto de trabajo. Luego todo se vino abajo, perdí a mis hijos, mi mujer y mi casa. Había fracasado. Respiré hondo y sentí como un agotamiento helado me corría por dentro. Soñé con un café caliente, con un café caliente sujeto entre mis manos. Aquella misma noche, un par de horas más tarde, mi alma se hundió para siempre, entre charcos de nieve y cajas de cartón.

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