domingo, 28 de septiembre de 2008

Loli

Viernes, tres de la madrugada. La avenida del centro de la ciudad está desierta. Han regado y las luces de la ciudad se reflejan en el asfalto. En la acera, allá en la intersección de las dos calles, junto al viejo edificio abandonado, camina vacilante una pareja. Ella va unos pasos por delante. Es una mujer mayor, gruesa y corpulenta. Lleva el pelo teñido de rubio o de un color cobrizo indefinido. Va exageradamente bien peinada lo que le da un aspecto artificial, de muñeca barata. Lleva puesto un vestido blanco, y en la mano sujeta un bolso de color negro, con una hebilla dorada que le hace juego con la pulsera de oro que lleva en la muñeca.
El hombre –de unos sesenta años, pulcramente vestido, con traje y corbata, camisa blanca, zapatos negros, y gemelos dorados en los puños de la camisa-, es un hombre pequeño, delgado, de aspecto triste, que, a duras penas consigue mantenerse en pie-.
Ella se vuelve y su rostro compone un gesto hosco cuando le mira. Le dice algo y continúa camino del semáforo.
Por los ocho carriles de la avenida no pasa ningún coche. El silencio es total. En el suelo, el agua, sucia de aceite y restos de papeles, desciende calle abajo camino del túnel que atraviesa la plaza. Ella cruza la calle muy despacio. Mientras cruza, sin dejar de mirar hacia atrás, le dice:
-¿Tú qué te crees, que yo soy idiota? ¿Te crees que yo soy idiota?
El hombre llega al semáforo. Aprieta el botón para que cambie a verde. Se tambalea y, a punto de caer, se agarra al poste.
-Loli, ¡No cruces!, ¡no seas gilipollas! –dice angustiado.
-¡Tú a mi no me dices lo que tengo que hacer! ¿Te enteras? –responde la mujer, se da la vuelta, y avanza un par de pasos. Un taxí le pasa por detrás y se pierde por la avenida abajo.
El hombre mira a su derecha. Ve las luces de un coche que avanza hacia ella a gran velocidad.
-Loli, ¡joder! ¡No seas gilipollas! –dice con la voz ronca.
La mujer avanza un par de pasos. El hombre mira las luces deslumbrado. Un coche negro, con cuatro jóvenes dentro, pasa rozando a la mujer. Su vestido blanco se agita con el viento y el bolso cae al suelo. La mujer permanece de pie, desconcertada, en mitad de la calle, sin saber qué ha pasado. Luego, despacio, se da la vuelta y sonríe amargamente. La avenida se queda en silencio. El hombre está de rodillas en la acera, Ella continúa caminando. El semáforo se pone en verde. El hombre se levanta. Despacio, tambaleándose, avanza hasta cruzar la calle. Ya en la otra acera, los dos se abrazan. Se besan, se separan, y siguen su camino. Ella va un par de pasos por delante. Se vuelve y dice algo. Un poco más allá, los basureros riegan la calle. Bajo sus pies, el agua, sucia de aceite y restos de papeles, desciende calle abajo.

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