miércoles, 17 de septiembre de 2008

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Esa mañana su alma estaba triste. No quedaba ni rastro de cualquier cosa conocida a la que pudiera aferrarse. Gabriel se despertó sin comprender donde estaba. Luego, miró a su alrededor y, lentamente, su cerebro le situó. El camastro, las paredes, los barrotes… Estaba claro. No había sido un sueño. Su mundo se había derrumbado. Había tocado fondo. Se prometió a si mismo que iba a cambiar. Tenía un largo camino por delante, pero ¿por donde comenzar? Desde el corredor le llegaron los ruidos de los otros internos, junto a la claridad del sol. Pensó que debía haber unas enormes claraboyas en el techo. Se sentó en la cama y observó largo rato a su compañero, que aún dormía. La cárcel, a primera hora de la mañana, era un lugar tan malo como cualquier otro, y Gabriel tenía cinco años por delante para adaptarse. Mientras pensaba esto sintió un retortijón tremendo. Se sentó en la taza del váter. Buscó con la mirada pero no encontró lo que buscaba. Respiró hondo, se tapó el rostro con las manos. Suspiró. Lo primero que haría sería conseguir un rollo de papel.

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