lunes, 22 de septiembre de 2008

Las Islas Olvidadas

Le sucedió de pronto, el día que cumplió cincuenta y cuatro años. Era un quince de diciembre. Estaba sentada en una cafetería del centro, sola frente a una taza de café, partiendo un trozo de croissant con un cuchillo. Fue una revelación pequeña, pero fundamental para todo lo que vendría luego. Había sido una isla. Durante toda su vida había sido una isla donde habían venido a naufragar los hombres de su vida. Y ella los había acogido así, sin más, con la misma calidez impersonal que una isla recibe a cualquier visitante que llega de la mar hasta sus playas.
A todos aquellos hombres les había dado lo mismo: un bonito escenario de luz y arenas blancas, de mar azul y bosques de palmeras. Un sitio acogedor donde ellos se quedaban a descansar un tiempo, hasta que un día aparecía un barco que los sacaba de allí y se los llevaba a su destino real, con su mujer real de niños e hipotecas, de atascos y colegios.
Carmen lo comprendió. Comprendió con una lucidez pasmosa que ese había sido su papel. Miró el reloj: él no vendría ya. Pagó la cuenta y salió de la cafetería. El tiempo había cambiado y hacía demasiado frío para llevar ese vestido rojo. Había cumplido cincuenta y cuatro años. Sintió un intenso frío. Atravesó un par de calles así, sin saber dónde iba. En el escaparate de una agencia de viajes vio un cartel con la foto de una playa paradisíaca. Debajo de la foto habían escrito: “Crucero a las Islas Olvidadas”.

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