lunes, 29 de septiembre de 2008

Marisela

Cae la tarde en la Plaza Mayor de la ciudad. El cielo ha adquirido una tonalidad violeta. Sentada en la terraza del café, Marisela se arregla el pelo con un gesto automático que repite miles de veces cada día. Marisela es joven aún, aunque en las comisuras de sus labios se advierte un gesto de cansancio que ella se encarga de ocultar cuando la mira un hombre. Su madre es colombiana y su padre era alemán. Tal vez fue la mezcla de estas dos sangres tan opuestas la que hizo de ella una mujer exuberante. Mide casi un metro noventa y posee un cuerpo escultural. Tiene la piel morena, el pelo liso, de un color intensamente negro, la cara ovalada, la nariz chata –un día, quizás se operará-, y los ojos grandes y también negros. Su cuerpo hace que los hombres se vuelvan cuando pasa y a ella le encanta ese poder que ejerce desde siempre con naturalidad.
A su lado, en la mesa, junto a ella, está sentado un hombre. Tiene muy buen aspecto: sesenta años, pelo blanco, abundante, traje chaqueta azul, zapatos italianos. Alto, delgado, pulcro, impecable. El tipo de hombre que uno ve en las revistas acompañando a una mujer madura, rica y famosa, en un yate de lujo.
Los dos contemplan a la gente. Llevan un rato sin hablar. Luego el hombre la mira y dice algo. Marisela se ríe. Le acaricia la cara y dice algo también. El hombre la besa en los labios. Un beso rápido, que es sólo un gesto de complicidad, exento de pasión.
Un músico se para frente a ellos y se pone a tocar. Marisela sonríe. Recuerda esa canción de cuando era pequeña. Marisela recuerda su casa de Colombia, el patio, la fuente de la plaza, los niños, el colegio. Mientras tanto, el hombre, disimuladamente, busca en el bolsillo de su chaqueta, saca una pastilla de Viagra, rompe el precinto de plástico, que se resiste un poco, se la mete en la boca y bebe un largo trago de agua.

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