martes, 30 de septiembre de 2008

Eva

Cuando se despertó le costó recordar lo que había sucedido. Durante un espacio de tiempo que a ella le pareció eterno, miró al techo de la habitación. Le dolía la cabeza mientras trataba desesperadamente de pesar. Después se incorporó un poco y observó al hombre que estaba junto a ella. Dormía boca abajo. Roncaba levemente. Debía tener unos cuarenta años; tenía el pelo negro y llevaba una alianza de oro en su mano derecha.
Lo he vuelto a hacer, pensó. Maldita sea, lo he vuelto a hacer, y se vistió deprisa.
Eva salió de allí cerrando la puerta con cuidado. No llamó al ascensor: bajó por la escalera y salió a la calle. Era un apartamento en el centro de la ciudad. Cruzó de acera, pasando entre los coches, mientras intentaba reconocer algún detalle que le diera una idea de dónde estaba. Caminó calle abajo hasta que pudo reconocer una avenida, la siguió, luego torció por una calle estrecha y se metió en un bar.
Pidió un vaso de whisky. “Doble”, dijo antes de que la sirvieran. Miró el reloj: eran las once de la mañana. Él ya habría llevado a las niñas al colegio. Maldita sea, pensó. Mierda, mierda.
Unos albañiles alborotaban al fondo de la barra. Bebió un par de tragos. Encendió un cigarrillo. Inspiró el humo profundamente y luego lo dejó salir despacio, como si estuviera ejecutando el punto culminante de un rito religioso. Ya se sentía mejor. Se giró y dio la espalda al grupo ruidoso. A su lado, un tipo la miraba. Era un hombre elegante, bien vestido, de unos cuarenta años. Tenía el pelo negro y llevaba una alianza de oro en su mano derecha. Eva pensó que no debía llevar mucho tiempo casado. A sus pies había dejado un maletín y en su mano derecha sujetaba una blackberry. “Hola”, le dijo, con su mejor sonrisa. “Me llamo Eva”. “Yo, Carlos”, respondió él, tendiéndole la mano.

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