jueves, 18 de septiembre de 2008

Marcharse

Rebeca buscaba un buen lugar donde encontrar refugio para un desastre temporal. Trataba de encontrar un sitio acogedor donde sentirse a salvo de las cosas mezquinas de la vida. Rebeca tenía diecisiete años, doscientas cicatrices en el alma, catorce desengaños, un buen montón de golpes en la espalda, y una maleta gris, que hacía juego con el cielo de aquel día de octubre de Madrid.
Llegó de madrugada a la estación de Atocha. Anduvo algunos pasos, y se quedó parada en el primer semáforo. Buscaba algún indicio que le indicara un camino a seguir, pero nada le sugería nada. Se quedó mucho tiempo allí, esperando una señal que no llegaba. En ese lugar nos conocimos. Los dos perdidos para el mundo, cansados de la vida. Allí juntamos nuestros sueños; los contamos sobre la acera, y entre los dos sacamos los besos suficientes para una habitación. Compramos dos botellas, tocamos la guitarra, cantamos, nos drogamos. Salíamos cada noche a navegar, en un viejo contenedor de la basura, por los bares de la ciudad, y alguna vez el día, nos encontró en un parque, dormidos y abrazados, soñando el mismo sueño.
Pasamos juntos algún tiempo y luego se marchó. El día que se fue me dijo, con esos ojos suyos, tan vibrantes: “toma, que seas muy feliz”, y me puso en la mano unos gramos y una sonrisa.
Rebeca, aquella tarde me enseñó, que la vida es una constante despedida, y que por eso es muy importante saber marcharse a tiempo, y saber marcharse bien.

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