martes, 9 de septiembre de 2008

The Starry Night

Vincent lo comprendió un día, de pronto. Necesitaba intensidad. Sentir que estaba sucediendo algo a cada instante. Algo trascendente y vital. Algo que diera forma a su existir. Comprendió que no estaba preparado, que no soportaba las relaciones de baja intensidad. Cuando sucedía eso, perdía todo interés. Entonces, su espíritu, su alma, se esfumaban, y Vincent se convertía en un ser lejano e inaccesible. Vincent, en su locura, creía tan sólo en la pasión, en el arte y en el conocimiento. Sin embargo, ahora, en medio de la noche, la recordó de nuevo, posando para él. Sonrió y un gesto de amargura se dibujó en sus labios. Esa mujer, perfecta e inalcanzable en su belleza, no tenía que hacer nada. Se limitaba a estar, y el mundo giraba a su alrededor enloquecido, como un insecto cegado por su luz.
Vincent siguió pensando en ella largo tiempo, luego sintió que ya era tarde, que ahora ya no esperaba nada del mundo o de la vida, que hacía mucho que había dejado de esperar. Vivía ferozmente, con rabia, atormentado. Se había convertido en un hombre sin tierra, en un vagabundo emocional. Vincent miró hacia el horizonte, respiró hondo y murmuró algo que yo no acerté a comprender. El cielo de la noche se iluminó con un relámpago a lo lejos. Aquella noche las estrellas brillaban para él. Sintió que amaba todo aquello. El aire cargado de humedad, los árboles, el campo, las casas, el cielo… El tejado del campanario de la iglesia lanzaba sus plegarias a un dios indiferente que dormía desde el principio de los tiempos de su inmortalidad sobre el paisaje. Las nubes se arremolinaron en sus ojos. Dejó que penetrara cada pequeño matiz de color de ese mundo infinito en lo más hondo de su cerebro y, sin secarse las lágrimas de los ojos, comenzó a pintar.

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