miércoles, 10 de septiembre de 2008

Sunflowers Run to Seed

Vincent una noche tuvo un sueño: soñó que era una marioneta. Las olas le habían arrastrado hasta una playa y ahora yacía allí, sobre la arena, junto a las algas que se secaban lentamente al sol.
Aquella noche, Vincent soñó que su dios había perdido la batalla, que no existía un lugar a ras del suelo donde un hombre pudiera encontrar un buen destino, que todo era un vacío aterrador. Soñó que en su viaje hasta esa orilla había oído cantar a las sirenas, gemir a las ballenas, llorar por sus muertos a la gente del mar.
Miró hacia el horizonte y vio que el cielo había desaparecido, que el mar era un desierto, que él, con sus pinceles, lo único que hacía era pintar una trágica canción de cuna para un muerto. Aquella noche comprendió que hacía mucho tiempo que el mundo le había colocado unos ojos opacos de cristal, el alma azul de un marginado, el corazón de una manzana amarga, el gesto de un loco desesperado.
Bajo un cielo de nubes de piedra se sentó a contemplar el paisaje, la playa, el silencio, y pensó en su pasado, en su absurda ruptura con la gente y el mundo. Buscó un lugar feliz en sus recuerdos, pero no lo encontró. Angustiado, miró hacia el mar que le había devuelto a la arena y sintió que nadie vuelve igual de ese viaje, que el mar nunca perdona sus naufragios, que el amor, la belleza y la vida siempre terminan mal.
Estaba amaneciendo. Vincent se levantó de la cama. De un trago terminó el resto de líquido que aún quedaba en la botella. Colocó un par de girasoles secos sobre una mesa y comenzó a pintar.

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