lunes, 15 de septiembre de 2008

Un cuenco de arroz

Era la undécima luna del año y la hojarasca cubría el jardín. La choza de bambú, oculta entre los árboles, parecía más sola que nunca, y en el silencio del alba, la montaña era un lugar extraño, ajeno a cualquier huella de los hombres. Dentro, sobre una estera de cañas, el anciano vivía el aislamiento de un viejo cuerpo helado arrasado por una mente en llamas. Un pequeño rebeco se acercó hasta la puerta de la choza parándose a probar la hierba aquí y allá. El anciano observaba sus movimientos y en cada reflejo de sus ojos veía renacer un universo. Mientras, la luz de la mañana ganaba espacio al mundo de las sombras. Despacio, la montaña despertaba a la vida. El aire, cargado de humedad, traía el olor de los pinos de la ladera, de la tierra mojada, de la vegetación del valle y de las viejas, antiguas flores del pasado, ya marchitas. En el aire se respiraba el presente, el pasado, el futuro del mundo.
Todo era paz y sin embargo, algo no se sentía tranquilo aún en el cansado corazón de aquel anciano. Llegaba el primer frío del invierno y sentía que no había hallado la respuesta. La vida es sólo esto, se decía, pero a su corazón no le servía ese argumento. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer para desentrañar el misterio profundo de la vida?
El rebeco se dio la vuelta y se alejó abriéndose paso entre la espesa vegetación del bosque. Un pájaro cantó en la parte posterior de la choza. En el cielo, muy alto aún, una pareja de águilas aprovechaba las primeras corrientes de aire de la mañana. Era un día más en el planeta tierra. Un día más para, pensar, esperar, ayunar, y tratar de salvar una pequeña parte de su alma del naufragio. Mientras, cientos de metros más abajo, el tiempo había cambiado y un mar de nubes avanzaban deprisa hacia la choza, cubriendo la ladera, haciendo desaparecer bajo su misterioso manto blanco las copas de los pinos.
El anciano se levantó despacio. Tenía el cuerpo entumecido, calentó un poco de agua y preparó un cuenco de arroz.

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