lunes, 22 de diciembre de 2008

Bassenev y los barcos

Es corriente que aquel que ha sufrido un desengaño profundo llene su alma de odio. Bassenev llegó a París una mañana de octubre. No llevaba maletas; sólo un abrigo gris que sujetaba, doblado, en su brazo. Salió de la estación y caminó despacio hasta llegar al Sena. Una vez allí continuó a lo largo del río. El tiempo era agradable; lucía el sol y a pesar de la época del año, parecía un día de primavera. Bassenev contempló a unos niños que jugaban frente a la isla de Saint Louis. Estuvo observándolos durante mucho tiempo, mientras su mente daba vueltas a una idea. Se le aceleraba el corazón cuando pensaba en ello. Notaba el peso de la pistola en el bolsillo del abrigo. Cruzó el puente de la Tournelle y cuando llegó a la mitad se detuvo y se asomó sobre el muro de piedra. Sabía que aquel día ella pasaría por allí. Algunas embarcaciones navegaban despacio, río abajo. Respiró hondo y miró hacia el cielo. La vida es injusta -pensó-, y notó cómo se le humedecían ligeramente los ojos. ¿Porqué tuvo que suceder? En ese momento apareció. Iba del brazo de un hombre corpulento, bastante más joven que ella. Notó que le temblaban las piernas. Se apoyó en el muro de piedra que le separaba del vacío y miró hacia el río intentando disimular. Ella le vio cuando pasaban a su lado. ¡Bassenev! -dijo-, ¿qué haces aquí? El hombre que iba con ella miró a los dos sin comprender. ¡Bassenev! -repitió la mujer-.
Bassenev se volvió y se quedó mirándola sin decir nada. Su mano, metida en el bolsillo del abrigo, apretaba con fuerza la pistola, mientras intentaba dominar el temblor que sacudía todo su cuerpo. ¿Quién es este tipo? -dijo el grandullón-. Sólo un viejo conocido -respondió ella, mientras le miraba a los ojos-. Déjalo -la mujer continuó caminando. Arrastraba a su hombre del brazo-. Es un chiflado. ¿No ves cómo me mira? No merece la pena detenerse.
La mujer y el hombre continuaron su camino. Los oyó reír mientras se alejaban. Acabaron de cruzar el puente y se perdieron entre los edificios. Bassenev permaneció de pie, mirando el puente, durante mucho rato. Todo su cuerpo temblaba. Luego, muy lentamente, como si regresara de un sueño, poco a poco comenzó a notar el calor del sol en su rostro. Entonces se volvió. Un sollozo le subió hasta la garganta. Lo sofocó como pudo, miró al cielo, sacó la pistola del bolsillo y la lanzó al agua. Los niños jugaban frente a la isla. Bassenev lloró, apoyado en el muro del puente, hasta que el sol se puso, y luego regresó a la estación. Tras él, unas embarcaciones se perdían en la corriente, río abajo, camino de un lugar desconocido, como si no fueran a regresar jamás a esa ciudad.

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