viernes, 26 de diciembre de 2008

Un hombre sentado

Son las once de la noche del día veinticuatro de diciembre. La calle está desierta; sólo de tarde en tarde se ve pasar a alguien, encogido en su abrigo. La gente está reunida en sus casas alrededor de una mesa. Muchos ya habrán terminado de cenar y estarán brindando alegremente. La Navidad se ha instalado en todos los hogares. Hay un ambiente de esperanza, una pausa en la guerra de la vida, un momento de paz y de armonía.
Mientras sucede esto, hay un hombre sentado en la escalinata de piedra de la iglesia de San José. Está doblado sobre sí mismo, con la cabeza metida entre las piernas. Sus manos son un grito de espanto y de dolor -rígidas como garras, con los dedos crispados y las palmas mirando hacia arriba, parecen suplicar que acabe todo este sufrimiento cuanto antes-. Le observo mucho tiempo. No es un hombre joven, ni viejo. Levanta la cabeza y me contempla. Los dos nos miramos fijamente. Luego lanza un gemido y entierra su rostro, de nuevo, entre las piernas. Todo su cuerpo tiembla. Murmura sufrimientos. Me marcho y le dejo ahí, solo y deshecho en esa escalinata de la iglesia cerrada. Mientras camino calle abajo -también yo ahora estremecido por tanta soledad y tanto frío-, pienso que todos somos él. Esta noche de Navidad todos llevamos dentro la inmensa culpa del dolor que padece este hombre.

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