domingo, 28 de diciembre de 2008

El cambio

No había sido una buena idea bajar a la ciudad. Después de tantos meses aislado en esa cueva en la montaña, donde todo resultaba esencial, y las reglas del mundo y la existencia estaban claras, donde la intensidad del tiempo se percibía en cada copo de nieve que caía blandamente sobre las piedras, en el vuelo del pájaro, o en el ruido tranquilo del agua del arroyo, regresar a ese mundo pequeño y atestado de los hombres era como ver el destino final de alguna maldición. Así, aquella tarde me di perfecta cuenta, de que, mientras había estado fuera, llegó un momento en el que la mayoría de la gente perdió su identidad. No eran capaces de reconocer nada de lo que les rodeaba, ni siquiera de reconocerse a sí mismos. La vida, entonces, se convirtió en una jungla donde la convivencia adoptó todas las formas de la mezquindad. La esencia de la vida se marchó a vivir a otro lugar y allí sólo quedaron esos cuerpos, abriéndose paso a codazos, luchando unos con otros, atormentados e incapaces de ver su propia realidad. No quedó nada, excepto la desolación de ese existir sin forma ni lugar. Lo banal, lo impermanente se apoderó de todo y el suelo se secó, reseco de ignorancia, dejando la ciudad sin el menor rastro de un existir que pudiera llamarse verdadero. Así pasaban aquellos hombres y mujeres los días de su vida; una vida tullida y miserable de la que nunca serían capaces de escapar. Yo, aquella tarde, mientras caminaba entre ellos, sentía una mezcla de horror y de fascinación al contemplar aquello. ¿Cómo habían podido destruirse de ese modo?

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