jueves, 11 de diciembre de 2008

Sobrevivir al paraíso

Estaban en el paraíso ¡Qué ilusión, madre mía! Todo era tan perfecto que a uno se le caían los palos del sombrajo. Los árboles, el río, los pájaros, las flores... Eva le preguntaba a Adán que podía contestar a Dios si se acercaba, y Adán le respondía que, con esos ojos, tampoco era muy necesario que contestara nada. Yo creo que Adán estaba enamorado.
Un día apareció un león y, mientras ronroneaba, restregó su melena en las piernas de Eva ─por cierto, unas piernas blancas como la nieve blanca, y es que había que ver aquellas piernas─, y Eva no protestó por que, desnuda como estaba, no podía llenarle de pelos ningún caro traje de ejecutiva. Aquello era perfecto; ¡un paraíso, vamos! Eva decía a Adán: “el que te quiere bien, te quiere grande, grande” y eso ya lo sabía Adán, pero cuando lo decía aquella mujer sonaba aún más importante. Claro, Eva también se había enamorado.
Los días en el paraíso no tienen desperdicio. Eva le preguntaba a Adán si la quería, y Adán miraba al infinito. Yo creo que pensaba en el futuro, en el precio de las manzanas, en los niños que no quieren comer puré, en la oficina... Eva se mosqueaba. Adán miraba al cielo y la besaba.
Un día apareció Dios y Adán supo enseguida que tres iban a ser ya demasiados. Eva le preguntaba a Adán porqué andaba de mal humor, y Adán, que no sabía que contestar, no contestaba nada. Dios era el propietario del terreno y la casa, tenía las llaves del coche, los derechos de autor y las manzanas. ¡Hay que joderse! ─pensaba Adán, medio amargado─, con este tipo dando vueltas por aquí, esto del paraíso ya no me mola nada.
Mientras tanto, los árboles, las flores, y hasta los pajaritos, empezaron a resultar cada vez más cargantes. Eva estaba de mal humor, se mareaba ─yo creo que estaba embarazada─. Dios era un plasta omnipresente que aparecía siempre que ella iba a orinar, ─lo hacía cada dos por tres, y claro, eso la molestaba─. Eva quería mear en paz y se quejaba a Adán, quería comer manzanas, y se quejaba a Adán. Dios no quería ver a Eva cerca de sus manzanas y Eva no quería ver a Dios mientras meaba... Adán estaba hasta los huevos, de Dios, de Eva y de las manzanas.
Un día Eva le dijo a Adán que se largaba. Adán se lo pensó un buen rato, pero al final se fue con ella, porque, como ya he dicho antes, yo creo que la amaba.
Atrás quedó el maldito paraíso, con sus puestas de sol, con Dios y con sus pajaritos. Un frío amanecer se llevaron el coche y, en el fondo del maletero, tres sacos de manzanas. Eva estaba feliz. Sentada junto Adán, con su barriga hinchada, desnuda como un ángel, sonreía.
Adán no sonreía, sólo miraba al horizonte y conducía. Pensaba en niños que no quieren comer puré, en noches trabajando en la oficina, en el precio de la maldita gasolina. Desnudo Adán también, de vez en cuando bajaba la mirada, y mientras contemplaba aquello que colgaba dormido entre sus piernas, pensaba en cómo se las iba a ingeniar, para comprar, pagando con manzanas, un par de pantalones y unas bragas.

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