lunes, 15 de diciembre de 2008

Melancolía (relato de no ficción)

En aquel tiempo todos llevábamos a cuestas nuestra pequeña carga de melancolía. La arrastrábamos por las playas desiertas cuando era verano y a través de la nieve en invierno. Algunos llevaban muchos años cargando con aquello, otros, mucho más jóvenes entonces, acabábamos de encontrarnos con ella. La vida se desplegaba ante nosotros como el universo en una clara noche de invierno. Luces aquí y allá, y todo tan fascinante, que resultaba imposible permanecer parado. Hombres, mujeres, niños... Todos embarcados en un viaje con un rumbo y un fin desconocido. Los más viejos sabían todo aquello y nos lo contaban por las noches, cuando nos reuníamos alrededor del fuego. Recuerdo como escuchaba sus historias de barcos, de islas, de pueblos perdidos para siempre en las montañas. Ella tenía diez años y yo tenía doce y éramos libres.
Recuerdo un atardecer de un mes de otoño. Estábamos sentados en la arena cuando, delante de nosotros, el agua del mar se desgarró despacio y surgió el lomo de una ballena. A veces uno recuerda cosas como ésta, cuando ya se han agotado las cosas que uno quisiera recordar. Estuvimos un tiempo mirando aquello, sin decir nada, y luego nos fuimos cogidos de la mano. Nunca antes nos habíamos cogido de la mano.
En una de las cuevas vivía un hombre extraño. Le llamaban El Brujo. Por la noche fuimos a verle. Recuerdo su pelo largo, enredado y lleno de sal de mar. Tenía el cuerpo curtido por el sol como un trozo de cuero viejo, le faltaban los dedos de su pie derecho y estaba tan delgado que uno podía contar cada uno de los huesos de su columna vertebral.
Le encontramos sentado sobre una piedra, al borde del gran acantilado, como un santurrón hindú, frente a una pequeña llama. Le preguntamos qué significaba aquello que habíamos visto y lo único que nos contestó es que nadáramos de noche, siguiendo la estela de la luna sobre el agua. Así lo hicimos. Bajamos por las rocas hasta el mar, nos quitamos la ropa y, desnudos, entre gritos y risas, nos metimos en el agua. La luna llena brillaba enorme y plateada mar adentro. Ella y yo nadamos juntos hacia la luna rompiendo su reflejo sobre la superficie del mar con nuestras manos. Llevábamos un rato haciendo eso cuando, de pronto, comenzó una lluvia de estrellas. Recuerdo que estaban por todas partes; cruzaban el cielo dejando una estela de luz detrás de ellas, y luego caían, haciendo un ruido de chapoteo, como de lluvia, al golpear el agua. Era como una granizada de luciérnagas. Si te sumergías podías ver brillar algunas débilmente, posadas en el fondo. Otras descendían despacio hasta lo más profundo. Nunca nos habíamos reído tanto. Entonces todo era así. Éramos libres y aquello era algo natural. La magia formaba parte de nuestras vidas. Después de aquella noche nunca volvimos a ver a la ballena, pero otros que vinieron después dicen que sí la han visto. ¿Sabéis? El brujo aún no se ha muerto, nadie sabe porqué, pues tiene ya más de ciento cincuenta años. Sigue sentado allá, en la misma piedra, diciendo cosas de esas a los pequeños, y este verano le ha dado por tocar el saxo.

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