jueves, 18 de diciembre de 2008

Siete días después

En lo alto de la loma, me senté sobre un muro y contemplé la ciudad, que se extendía ante mí como un desierto de escombros hasta donde alcanzaba la vista. La polvareda que flotaba en el aire le daba a toda la escena un aspecto irreal, como de territorio mágico cubierto por la neblina. A pesar de que habían pasado siete días todavía persistía ese olor, una mezcla de azufre y goma quemada, que se pegaba a la garganta y te hacía toser. No se veía un signo de vida por ninguna parte. Suspiré.
Pasé bastante tiempo allí, siguiendo la trayectoria del sol a lo largo del cielo. Luego, cuando ya casi se ponía, me decidí por fin, y bajé la ladera hasta alcanzar una calle cualquiera. Había algunos coches destrozados entre los cascotes. Un edificio había perdido la fachada, pero el azar había hecho que el resto quedara todavía en pie. Se veía el interior de las habitaciones y restos de multitud de objetos que habían quedado en ellas. En una colgaba, ladeada sobre la fachada, una cama de matrimonio, a punto de caer al vacío. En otra había un espejo que no se había roto. Dos pisos más arriba había una estantería con algunos libros. Observé todo aquello y después me fui de allí. Caminé mucho tiempo por una amplia avenida. En mi cabeza daba vueltas la imagen de aquella cama vacía. Vacía y sin sentido, como lo que quedaba del mundo que un día había sido nuestro.

No hay comentarios: