lunes, 1 de diciembre de 2008

Sehnsucht

Había tantos te quiero revoloteando en el aire en ese instante. Desde los campos cubiertos de nieve se alzaba un mensaje de esperanza a las estrellas. La hierba murmuraba en mis oídos las antiguas historias de los pueblos que íbamos dejando atrás. Había tantas cosas que contar. Era la vida, que llamaba a la puerta, y yo la contemplaba en tus ojos que se abrían de par en par al universo. Alguien abrió una puerta y entró un frío atroz. Salimos al encuentro del lago de aguas negras. Era la tradición, bañarse mientras apartábamos el hielo. Luego caminamos de regreso, atravesando los copos de nieve.
Al llegar a la ciudad la historia se desplegaba ante mis ojos como si se me rebelara un misterio. Un matrimonio anciano observaba cantar a un coro de muchachas. Me emocioné: sentí que esa también era una gran respuesta. La vida, la vejez, la muerte, el infinito... Compartir ese misterio de causas y efectos, felicidad y dolor. Compartir un destino. Bajo un árbol me recordaste que algún día regresaría el calor del verano y me ofreciste unas hojas que ahuyentarían de nosotros las tragedias. Seguimos caminando. Yo te observaba, no podía dejar de hacerlo. A cada instante sucedía algo. A veces era el viento, que agitaba de un modo imperceptible un mechón de tu pelo, o una huella en la nieve o un ángel moribundo que se dejaba caer extenuado. O simplemente se oía latir un corazón.
¿No te das cuenta? Decías, apenas existimos esta noche. La abadía desierta era la imagen de la soledad. Se oyeron los cascos de un caballo. El león de piedra guardaba el monasterio desde la eternidad. Había magia en él. La magia de la piedra, el musgo y el destierro. Entonces tu dijiste: esto podía ser un sueño o no pasar jamás ¿qué importa? La vida entera es sólo un escenario donde nosotros desplegamos nuestros pequeños sueños. Yo te escuchaba mientras descendías aquella escalera junto a los fantasmas. Siempre seremos una melodía que nadie escribirá, decías...
Mientras te escuchaba pensaba en la importancia de todo lo que el cielo ponía ante nosotros. Cada palabra que pronunciabas contenía en sí misma el principio del fin, la soledad eterna y al mismo tiempo una promesa de felicidad. Cada mínimo gesto de tus manos era una desaparición en el vacío. ¿Cuando regresarás? decías, mientras bajabas aquella escalera entre las gárgolas. Yo no lo sé, probablemente nunca. Entonces, cruzando la abadía, tú te marchabas como un instante en medio de la noche y yo te contemplaba como un espectador. Una remota galaxia dejó de lucir en ese instante, y en algún punto del universo tuvimos que dejar de contarle nuestros sueños a la noche. Había que volver al mundo. Todo, de pronto, estaba ocupado por un silencio atronador. Había comenzado a nevar de nuevo y bajo los copos de nieve regresamos despacio hasta la casa.

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