jueves, 4 de diciembre de 2008

Morir a las tres

El señor Guerrero, presidente de una importante empresa multinacional con más de medio millón de empleados, no sabía que iba a morir a las tres de la tarde de ese mismo día.
A las nueve en punto se levantó, se dirigió al cuarto de baño, se lavó y se afeitó, y a las nueve y veintidós minutos salió impecablemente vestido y aseado, a tomar un café en la mesa del salón.
A las diez menos diez, su chofer le llevó hasta la oficina en el centro financiero de la ciudad, y a las diez y veintidós ya estaba reunido con tres de sus mejores abogados para supervisar los últimos detalles de cuatro mil despidos repartidos entre las oficinas de Asia Pacífico y centro Europa.
A las once daba las órdenes pertinentes para que se anularan las subidas salariales en Estados Unidos y se redujeran al máximo los gastos en América del Sur. Esto último le llevó menos tiempo del esperado y aprovechó para llamar a su mujer -era su aniversario-. Nadie cogió el teléfono. Su secretaría le recordó que su hija, que estudiaba francés en La Sorbona, cumplía hoy dieciocho años. Llamó al móvil dos veces. Su hija no contestó.
Fastidiado por que no le cogían el teléfono, miró el reloj. Eran las doce. Se dirigió a la sala de juntas e hizo una presentación a seis directivos de bancos y entidades que capitalizaban dos cuartas partes de las acciones de la empresa. Habló de objetivos a corto y medio plazo, de planes estratégicos de acción, de grandes repartos de poder en tres economías emergentes, de compras e inversiones, de inmensos beneficios producto de dos nuevas adquisiciones.
Eran las dos y cuarenta y siete minutos cuando regresó a su despacho con la satisfacción del hombre de negocios que ha hecho su trabajo. Se sentó en el sillón. Miró de nuevo su reloj. Se había retrasado un poco. Eran casi las tres y aún tenía que cerrar dos temas importantes. De pronto, sintió un dolor muy fuerte en la cabeza, respiró hondo; se apretó con fuerza las sienes con ambas manos. ¿Qué demonios sería este dolor? Pasó un rato intentando relajarse, luego miró el reloj: eran las tres y dos minutos. Es lo último que vio. Perdió el conocimiento y se murió. Allí, sobre la mesa, y sí, efectivamente, se había retrasado un poco.

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