Esta tarde el tiempo de mi vida se ha detenido ante los viejos edificios del Madrid más antiguo. He recorrido sus calles, ateridas de frío y de granito, calzadas de herraduras de agua de niebla y de lentos silencios. He pasado por viejos soportales, callejones oscuros, plazas desiertas, cafés recogidos al calor de una vela sobre la mesa, donde parejas de jóvenes se miraban largo tiempo a los ojos, ella con un pañuelo de color violeta, él con una bufanda gris y un abrigo de invierno y de futuro. Me he parado en escaparates de librerías, madera gris, puertas que chirrían y dentro, detrás del mostrador, el guardián del secreto, dormido, a la espera.
Bajo un cielo blanco de hielo, de escarcha y vacío, me he hundido en sus calles, sus plazas y sus monumentos, y sin apenas darme cuenta, he pasado revista a los sitios que fueron la esencia de mi vida. La lenta soledad de los suburbios en el centro mismo de la ciudad, donde todo llevaba al origen del mundo y de las cosas, a la Plaza del Dos de Mayo, a la Vía láctea de los sentidos, al camino que lleva al secreto de la Plaza Mayor. Pintores bajo un manto de desesperanza, viejos temas repetidos hasta la saciedad: el torero, el Quijote, la plaza...
Esta tarde he recorrido en silencio, despacio, cada piedra del centro, cada historia de ese mundo que nacía cada noche, y que un día, tal vez, fue mi mundo. El lugar donde todo empezó.
miércoles, 31 de diciembre de 2008
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