lunes, 22 de febrero de 2010

Diario

Martes, veintitrés de febrero de dos mil diez: he pasado este último fin de semana solo en el faro, sin ver a nadie ni hacer prácticamente nada. El viernes por la tarde bajé a la playa. Había un gran pez varado en la orilla. Debía llevar muy poco tiempo muerto, porque aún no había empezado a descomponerse. Algunos cangrejos empezaban a congregarse alrededor de él y una bandada de gaviotas me observaban posadas en las dunas. Ignoro de qué especie es, pero tiene el tamaño de un delfín pequeño. Hace tantos días que no escribo aquí que no sé si he mencionado que mi hermana se fue definitivamente. Me llamaron por radio los del guardacostas y me dijeron que mis padres lo habían arreglado todo. La enterraron ayer. Ahora sí que tengo apuros económicos, aunque aún no descarto hacer la locura de comprarme la barca. Tal vez es un gesto de inconsciencia o una necesidad fundamental, ¿para qué necesito una barca? No sé, el caso es que sigo con esa idea metida en la cabeza.
Me hago la comida, la cama, friego los cacharros, lavo la ropa, atiendo las tareas del faro y limpio la jaula de la cotorra. De momento no hago nada más y el faro no se hunde. Para ahorrar dinero no pongo la calefacción. Gasto lo mínimo posible. Puede que me acostumbre y al final ya no necesite poner esa calefacción que no calienta nada, no sé. El parte de nuevo anuncia temporal. Durante el fin de semana sí he puesto la calefacción, pero es que hacía un frío terrible y el faro parecía una tumba, húmeda y desolada.
Ahora son las diez de la noche. Por la tarde he paseado por la playa. Marco, el patrón, se ha pasado al mediodía y, amablemente, me ha dejado tres tarteras con comida y unos peces. Así tampoco gastaré el poco dinero de que dispongo. Acabaré viviendo de esta beneficencia. He congelado algo. El caso es que tengo comida hasta el próximo domingo, creo.
Todo el fin de semana pasado ha llovido. Durante la noche la lluvia arreció y se oía bramar el viento. Había quedado en que trataría de conectar por radio con los del puerto, pero la lluvia me dejó sin fuerzas. No me apetecía hablar con nadie y luego toda esa ropa sucia pendiente de lavar. Así que, aunque me puse el despertador y me levanté, al final decidí no hablar, ni lavar, ni nada. Lo decidí en el último momento. Me senté frente a la radio y al rato me volví a la cama. Ha sido una pena porque podía haber aprovechado para hacer un par de encargos y que me los trajeran aprovechando el cambio de tiempo de la tarde, pero no lo hice y luego me arrepentí. Necesito sedal y un par de anzuelos nuevos.
Este fin de semana, la soledad pesaba como el plomo. Sin poder salir, pasé casi todo el tiempo mirando al mar y subiendo y bajando de un modo psicótico por la escalera. El mar estaba lleno de viento y de espuma blanca que iba y venía de un lado para otro. A ratos me tumbaba en la cama y me ponía a leer a Murakami, me dormía, hasta que una ráfaga de aire o un golpe de mar hacía temblar las paredes de piedra del faro y me despertaba. Entonces seguía leyendo, sin distinguir allí dentro si era de día o de noche, hasta que el temporal cesó y se dejó de oír el viento. El sábado por la mañana aprovechando un claro, bajé a dar un paseo por la playa. Ya no quedaba nada del pez del otro día. Había salido el sol y era maravilloso sentir su luz y su calor en el rostro. Llevé un cazo pequeño y recogí unas conchas para hacer un collar. Un collar para nadie. Me apaño bien, pero la soledad pesa. Algunas veces recuerdo el cadáver de ese pez y entonces me invade la tristeza; cuando me pasa eso me pongo a leer, me duermo y me olvido de todo. Hoy he desconectado la radio. No creo que vuelva a conectarla, aquí, en este faro abandonado que ya no alumbra a nadie, no es necesaria. Pienso continuamente en comprar la barca, es como una obsesión, pero no sé.

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