miércoles, 16 de septiembre de 2009

De noche, en la soledad del lago

Yo conozco esas cosas que pasan por el alma de los seres humanos. Veo sus dioses y siento sus demonios. Conozco sus vidas y comprendo sus muertes, y todo es tan triste y desolado en su existencia como contemplar desde el suelo el vuelo pausado de esos pájaros que pasan en bandadas, en la puesta de sol, muy lentos, regresando a su tierra al acabar el verano. Un viaje al principio, al eterno retorno a las fuentes de toda existencia, que realizan dormidos, destemplados, febriles, sobre el cable que cruza el abismo... Guardé mi cuaderno en el bolsillo. Caía la tarde y toda la soledad del mundo se fue a posar en la laguna. El agua cambió de color y ahora se la veía oscura. La brisa era como una mano invisible que dibujara rayas sobre la superficie. Se terminaba el día y el mundo entero se disponía a recogerse y dormir, tal vez un poco estremecido ante la inminencia del fin de otra estación. El tiempo se marchó también, despacio, camino de su hogar en algún lugar recóndito del firmamento y a mí no me quedaba ni una sola razón para existir sobre esta tierra. Cerré el cuaderno, me senté con la espalda apoyada en un árbol y vi salir, una por una, todas las estrellas. Recuerdo que me ardía el corazón. Sentía en su interior como un dolor extraño, caliente, apasionado, triste. Probablemente era mi alma, que andaba luchando con la muerte.

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