martes, 29 de septiembre de 2009

Un gato negro

Era de noche aún, pero quedaba poco para el amanecer. Se había levantado un viento frío y el cielo estaba cubierto de nubes oscuras de tormenta. Va a llover, pensé, mientras caminaba por la acera. No había tomado nada caliente y estaba destemplado. Un gato negro se cruzó en mi camino: tenía el pelo brillante, esponjado, limpio. Sus ojos lanzaron un destello breve y seco cuando se cruzaron con los míos. Se paró un instante y se quedó mirándome. Parecía dudar, pensar en algo, sopesar una idea. Caminé hacia él mientras recordaba eso de que los gatos negros traen mala suerte. El gato me miraba fijamente. Avancé un par de pasos y el gato desapareció por donde había venido. Pensé que, a lo mejor, aquello no era malo, que a lo mejor no existía la mala suerte, o mejor aún, que aquello podía ser un signo, una señal, tal vez un cambio, no sé, algo que transformara de algún modo el día.
Continué mi camino y comenzó a amanecer. Vi como el sol se apoderaba de la cúpula del cielo, y lo vi descender después por el mismo lugar de siempre. Había pasado una jornada más y no había sucedido nada. Pensé que ni los gatos negros tienen el poder de cambiar los destinos, pensé que, en realidad, nunca cambiaba nada. Ahora se pone el sol: dentro de unos instantes la noche se apoderará de todo. Regreso a casa después de un día de trabajo. De pronto, en el mismo lugar, se cruza en mi camino un gato. Juraría que es el mismo de esta mañana; tiene el mismo pelo brillante, esponjado, limpio. Sólo ha cambiado una cosa en ese animal: ahora es un gato blanco.

No hay comentarios: