sábado, 10 de enero de 2009

Codicia

Era un hombre práctico, emprendedor. Montó una empresa, creció el negocio y el hombre apostó fuerte. Se jugó su futuro y el de sus allegados, lo hizo un par de veces, pero le salió bien. Creía firmemente en lo que hacía. Ganó mucho dinero.
Llegó un momento en que lo tuvo todo, tenía un yate, avión privado, casas, coches y un helipuerto, pero quería más. Quería ese poder del hombre multimillonario. Le gustaba vivir de esa manera. Saberse poderoso le hacía sentirse bien. Pertenecía al grupo de los privilegiados. Supo que era uno más, uno de ellos. Un triunfador, un hombre justo, un hombre honrado. Se convenció de que su empresa era un gran beneficio para la sociedad, se convenció de que todo lo que sucedía alrededor de sus negocios eran daños colaterales, de que el mundo era así, que había ganadores y había derrotados, y que él no podía hacer nada. Él no era el responsable. Eran las reglas del mercado y en el mercado los hombres de negocios siempre querían más.
Esta mañana, de un modo inesperado, el diablo de la codicia ha venido a cobrar. El hombre pedía un poco más de tiempo, que eso de las acciones no fuera de verdad. El diablo le ha mostrado sus sueños y su rostro, su rostro de verdad. Se ha visto envejecido, sin nadie, sin poder. Da igual que aún estuviera podrido de dinero. Lo han encontrado muerto. Se ha suicidado. Qué fastidio -dicen sus allegados-, el entierro será a las seis.

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