jueves, 29 de enero de 2009

La señora Matilde ha salido a cenar

La casa está vacía, no queda nadie. Un chasquido metálico cruza el cuarto de estar donde un pequeño radiador eléctrico se enfría. Es de noche: la casa está a oscuras. En la mesa camilla sólo hay una revista antigua. En la portada sonríe una princesa el día de su boda. Destacan en la oscuridad sus dientes blancos.
El silencio parece total pero si uno se para en el pasillo, contiene la respiración y escucha atentamente, oye como de la cocina llega el clic, clac, del gotear de un grifo. Gota a gota, se llena la taza que hay dentro de la pila. Al otro lado del tabique, a ratos, suena la maquinaria del ascensor antiguo que aún conserva un asiento de madera con restos de su tapizado original de terciopelo rojo. Al otro lado de la pared que da a un patio interior, por una cañería, se oye caer el agua cuando alguien tira de la cisterna en los pisos de arriba.
Pasa el tiempo: de alguna parte llega un olor pesado que inunda las habitaciones poco a poco. Es un olor mezcla de soledad y verduras cocidas, de misa de la tarde, de orines y rezo del rosario. Es un olor a muerte agazapada, a muerte oscura, que espera su momento.
Es de noche, la casa está vacía. La señora Matilde ha salido a cenar al bar de enfrente. Por el ventanuco entreabierto del baño entra un frío mortal. Si uno se fija bien puede ver en el cielo brillar alguna estrella.

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