miércoles, 28 de enero de 2009

Finales

Llegó hasta mi lado, se paró un instante, y me miró sin verme. Esperó el momento propicio y cruzó la calle caminando deprisa. Como una exhalación sorteó los coches y se hundió en la corriente de paraguas y abrigos que anegaba la acera de enfrente.
Era ella, ya ves, después de tanto tiempo. Me quedé pensativo: no había cambiado nada. Seguía teniendo la misma figura esbelta: alta, delgada, con sus inmensas, perfectas, interminables piernas, enfundadas en unas medias negras.
No parecía haberle ido mal. Iba muy bien peinada, llevaba unos zapatos caros, un abrigo de marca, un maletín de piel y un bolso de diseño. Quizás había perdido un poco el brillo de sus ojos y su sonrisa; parecía la misma, pero también no parecía ella.
Volví a colocar junto a mi cuerpo el pequeño cartel que ella había tirado con su pie sin darse cuenta, y de nuevo extendí la mano. Suspendido en el aire permanecía su olor. Ya no recuerdo su marca de colonia. Hace ya tanto tiempo de eso, o tal vez no, quizás no hace tanto tiempo. No sé. Lo he olvidado. Una anciana se agachó un poco y me dio una moneda. Gracias -le dije. Una niña iba cogida de su mano. La niña preguntó: ¿abuela, por qué le das dinero a ese señor?
Está malito y no tiene trabajo -respondió la anciana-. Y las dos se fueron calle abajo.

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