lunes, 5 de enero de 2009

Muy lejos

Cada noche viajaba sin rumbo por el mundo escondido de los muertos. Observaba las cosas, los seres humanos, su dolor, los sucesos que formaban la trama de lo oscuro. Poco a poco, se volvió un ser al acecho, un alma que espiaba la sombra de un destino impenetrable. Una noche un conjuro alejaba el dolor, otro noche ese mismo conjuro lo transportaba lejos. Una escena le arrebataba el alma, una mirada o un gesto le traía de vuelta de aquel mundo de horror. Otras veces, su mente, sacudida por extrañas imágenes, se movía por todos aquellos escenarios a la vez. ¿Quien podía seguirle en su viaje? ¿llegaría a ese punto final donde se juntan las líneas de fuga; al lugar en el que ya no existe nada?
Pasó algún tiempo, tal vez cinco años, en completo silencio, alejado del mundo, perdido, cada noche, entre los olvidados. Subió a las montañas y bajó a las cavernas. Buscó por todas partes. Cabalgó el caballo enajenado del dolor y sintió los fríos labios de la muerte. Contempló las escenas siniestras del dolor, y en su imaginación, se instaló en la ladera desierta de un volcán, rodeado de lava y de ceniza, de rocas y de soledad. ¿Qué le había llevado hasta ese sitio? ¿Qué le arrancaría de ese lugar? Su vida cabía en dos preguntas.
Mientras tanto, muy lejos, el mundo seguía su ritmo ajeno a su fracaso. Acababa de nacer un dios y se apagaba una estrella. Los hombres paliaban los efectos de la soledad cantándole siniestras canciones a un ídolo de su imaginación. Cada noche llovían estrellas del cielo, y ellos, en su ignorancia, les daban propiedades, nombres, oscuros poderes de curación. Él observaba todo aquello en medio de la niebla de su sueño. La locura daría un sentido al silencio, y más tarde, el amor, le proporcionaría su efecto calmante. Podía esperar. Una noche, entre brumas, regresó al mundo, despacio. Primero movió una pierna, luego una mano. Notó que estaba atado. Entonces se oyó una llave. La puerta se abrió y el enfermero entró en la habitación con las pastillas... Las pastillas... Se tomó las pastillas y de nuevo sintió correr por su sangre el calor de ese sueño, la noche y el viaje sin rumbo al mundo de los muertos... Mientras tanto, en la calle, muy lejos, los hombres cantaban absurdas canciones a su Dios.

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