lunes, 4 de agosto de 2008

Una mujer

El Sr. Osaki no acaba de creerse lo que le está pasando. Junto a él, en una cama extraña, una chica desnuda, cierra los ojos, y espera el contacto de sus labios. El Sr. Osaki la besa con cuidado y la acaricia un poco, rozando apenas su piel, como si esa mujer fuera una obra de arte hecha de un material valioso y terriblemente frágil, como la porcelana. Separa su rostro y la contempla. La forma alargada de sus dedos y sus manos –lleva dibujadas en ellas algunas grecas, a la manera india-, la forma de sus pies y sus tobillos. La curva que insinúa su cadera… Los ojos de esta mujer le están mirando con ese brillo especial que él ya no recordaba. El Sr. Osaki recorre cada milímetro de esta mujer con su mirada. Su pelo negro alborotado, el color de sus ojos, la forma de su nariz y de sus labios, sus hombros, su vientre misterioso, que encierra el fascinante poder de dar la vida. Y allí en el centro, la graciosa abertura de su ombligo…
El Sr. Osaki –un hombre solitario, muy poco acostumbrado a este tipo de encuentros-, piensa en lo fácil que resulta ser un santo y quedarse a vivir en la belleza. Piensa en todos los hombres que un día, muy lejano ya, se enamoraron. Piensa también en el poder de seducción de la mujer, en el amor a la vida y a la naturaleza, En el principio y el fin de cada cosa. En la tierra, en el cielo, en el mundo, en Dios y en las estrellas…
De pronto, la mujer –cansada de esperar a que la atiendan-, inventa una excusa, se levanta, se viste apresuradamente y se va. El Sr. Osaki, solo en la habitación, apunta en su cuaderno: “no soñar: vivir el momento”.

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