lunes, 4 de agosto de 2008

Contrastes

Llevaba unas zapatillas de deporte de un impecable color blanco con los cordones rosas. Sus pies eran increíblemente pequeños. Acababa de entrar en el vagón y se había situado a su lado. El Sr. Osaki levantó la mirada del suelo. La niña, de alrededor de quince años, tenía el pelo negro, brillante y liso, sujeto con un par de horquillas de metal de color rosa situadas a los lados de la cabeza. En su rostro, de piel morena y rasgos marcadamente aztecas, brillaban unos ojos profundamente negros. Llevaba una camiseta blanca y en el cuello, un collar hecho de algunos hilos de color rosa y violeta. Apretaba contra su cuerpo un bolso de plástico de imitación, con un dibujo de una chica que reía, abrazada a un muchacho que conducía una moto.
En su muñeca izquierda llevaba puesto un reloj de color blanco y en la izquierda una pequeña pulsera de colores, también rosa y violeta. Unos pantalones vaqueros completaban su vestuario.
Había algo en la pulcritud perfecta de esa niña que revelaba la historia de su vida y la vida de sus padres. Aunque el Sr. Osaki no sabía nada de moda, podía ver con claridad que, tanto el reloj, como el collar y el resto de los complementos los había adquirido en una de esas tiendas “de todo a cien”, y la ropa en un almacén de al por mayor, regentado por ciudadanos chinos. Y sin embargo, la imagen de esa niña que viajaba en el rincón del vagón desprendía la paz de un orden familiar, de una educación humilde, honrada, honesta y eficaz.
La contempló mientras salía del vagón y se alejaba por el andén entre la gente. El Sr. Osaki recordó esa maravillosa educación de la gente sencilla que tantas veces había visto en familias humildes, sin ninguna cultura. Su puesto en el vagón lo ocupó un niño. Llevaba unas sandalias que dejaban ver sus pies negros de suciedad. Apoyaba en su oreja un teléfono móvil del que salía una música estridente que molestaba al resto del vagón. Desafiante, permaneció de pie, sin sujetarse a nada, y cuando el tren inició la marcha se tambaleó y pisó a una mujer mayor a la que se le cayó el bolso al suelo. El chico se abrió paso hacia el fondo del vagón sin decir nada. Llevaba unos pantalones cortos de camuflaje y una camisa azul. En la parte de atrás ponía “Pitbull” con grandes letras. Ahora el chaval se había sentado. Se daba palmadas en las piernas y pateaba el suelo al ritmo de la música, de un modo histriónico, dejando un rastro de olor a pies por el vagón.

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