lunes, 4 de agosto de 2008

Un largo camino

El Sr. Osaki está sentado en un banco. Es una tarde de junio. El cielo está cubierto de nubes, pero hace calor. No corre una brizna de aire.
Al otro lado de la calle se ha detenido un coche. De él se bajan una chica y un chico. Discuten. La chica cruza la calle y el chico se monta en el coche y se va.
Por el paseo del parque se acerca un anciano. Tiene barba y parece cansado.
La chica cruza la franja de hierba y se para indecisa. Duda. No sabe si continuar por el paseo o regresar calle abajo. Es una chica joven de pelo rubio y grandes ojos claros. Lleva un vestido blanco. Ahora se ha parado. Se tapa el rostro con las manos. Sus hombros se agitan. Comienza a llorar.
El hombre mayor pasa junto a ella. Algunos pasos más allá se detiene y regresa.
-¿Puedo ayudarte en algo? –dice.
-No, no pasa nada –responde la chica.
-No le des importancia. Estas cosas suceden a veces –dice el señor mayor-. No te preocupes.
Los dos permanecen mirándose a los ojos un instante. La chica no sabe qué decir. De pronto el anciano parece turbado, como si un sufrimiento intenso le abrasara por dentro el corazón.
-Escucha –dice-, no debes sufrir. Uno sólo debe sufrir por las cosas irremediables.
-Ya sé -responde la chica-, estoy bien, de verdad.
-¿Conoces Sarajevo? –Dice, de pronto, el hombre-. En Sarajevo existe una avenida que llaman de los francotiradores. Está cerca del río Miljacka. Durante la guerra la gente cruzaba esa avenida y los francotiradores serbios les disparaban. La gente no podía hacer otra cosa; tenían que pasar por allí continuamente. Cada día morían hombres, mujeres, niños… ¿Te gusta la poesía? Te voy a regalar un libro, pero no sufras, por favor.
La chica le observa, confundida. El hombre saca un libro pequeño del bolsillo y se lo pone en las manos. Es un bonito libro. La chica sonríe.
Son poesías –dice el anciano-. Hablan de Sarajevo.
-Gracias –responde la muchacha.
-Ahora me tengo que marchar. Una chica tan joven como tú no debería sufrir nunca por nada.
La muchacha se marcha calle abajo con su pequeño libro en las manos y el anciano se aleja despacio por la avenida del parque, arrastrando los pies, derrotado, como si a cada paso tuviera que vencer un cansancio infinito.
El Sr. Osaki, contempla a la muchacha y luego al anciano. Piensa en el largo camino que ha trazado el destino para llegar a este encuentro.

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