lunes, 4 de agosto de 2008

En la periferia

El Sr. Osaki viaja en un tren de cercanías. Está un poco perdido, la verdad. Apenas consigue comprender el intrincado laberinto de líneas que forman el plano que lleva en sus manos. En la taquilla, un hombre le ha dado las siguientes instrucciones: “andén uno cualquier tren que vaya a El Escorial Avila Segovia...”, y él, ante una opción tan sumamente abierta, ha decidido subirse en el primer tren que ha parado.
Está en un vagón casi vacío. Un poco más allá una mujer mayor dormita. Un hombre con el rostro desfigurado por una cicatriz le mira de reojo. Un par de obreros se han sentado al fondo, junto a la puerta. El revisor se aleja por el pasillo. No hay nadie más.
De pronto se abre la puerta que conecta los vagones y entre el estruendo del exterior, entra una pareja. Ríen y hablan a voces, de un modo desagradable. Él va vestido de rapero, con una gorra colocada de lado en la cabeza. En sus manos se aprecian dieciocho años de vida pasados en obras y talleres, cambios de aceite, de tías, de colegas. Pastillas de freno y de las otras, ginebra, ron y Coca Colas, porros y chundachunda hasta el amanecer.
Ella está en la parte mejor de su inconsciencia. Pantalones blancos, rotos por todas partes, todo ropa de mercadillo, pero eso sí, a la última moda del afterhours de la nacional dos. Escote hasta el ombligo, chupa plateada, cadenón de oro y dos enormes aros que alargan sus orejas. Todo bien salpicado de juventud, de desconocimiento y rabia.
Los dos se sientan un poco más al fondo. Ella pone los pies llenos de barro sobre el asiento de enfrente, él escupe hacia el techo. Hablan a voces, ríen a carcajadas. Encienden un canuto. Él quema un par de asientos, eructa cuatro veces sin coger aire, ella le besa de un modo apasionado, él le mete la mano por la parte de atrás del pantalón. Ella grita como una bestia desatada.
Llegamos a la siguiente parada. Se baja todo el mundo. El Sr. Osaki observa. Ha entrado en el vagón un drogadicto en fase terminal. Se dirige hacia el Sr. Osaki y le dice lo de siempre. El Sr. Osaki busca en el fondo de sus ojos y no encuentra ya nada intacto; tan sólo el mismo pozo oscuro y frío, vacío, de la desolación. El drogadicto se va hacia la pareja disgustado, le causa desazón que le miren por dentro. Se ha sentado al lado de la muchacha. Babea junto al rostro de la chica mientras suelta su cantinela. La chica se encoge, se hunde en el asiento y pega los brazos a su cuerpo. Como por arte de magia desaparece el pecho y el escote, la barriga, el tanga y el ombligo... Ahora es una niña apabullada. Su chico mira al cielo gris por la ventana. Hay una calma tensa. Ha empezado a llover. Las gotas de lluvia se alargan sobre el cristal. Diríase que llora el tren. El hombre sacude las monedas que lleva en su mano mugrienta, la chica mira de refilón las largas uñas negras. Sus labios se contraen ligeramente. El yonki se levanta y, a trompicones, con la mirada perdida, sonriendo, se marcha a otro vagón. Disfruta del poder que le otorga a veces su triste condición. Los jóvenes tardan unos segundos en reaccionar. Cada uno mira al frente. No saben bien qué hacer, parecen dos extraños. Luego él se vuelve, la grita, le da un buen par de bofetones, ella se ríe y le devuelve los golpes. Insultos, patadas, empujones… De nuevo son ellos los reyes del mundo y del vagón. El Sr. Osaki consulta el mapa que le han dado. Mira por la ventana. No sabe adónde va, pero da igual... ¿Alguien lo sabe acaso en éste tren?

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