lunes, 4 de agosto de 2008

Un amanecer

El Sr. Osaki ha salido de noche de casa. Camina por la ciudad sin saber muy bien adónde dirigirse, hasta que se tropieza con la verja de un parque. Se adentra en él y observa, complacido, el silencio que reina en el lugar. Camina un largo trecho por una amplia avenida rodeada de cipreses. Sobre él, en el cielo nocturno, la luna llena deja caer su embrujo en el lugar.
El Sr. Osaki está fascinado por la paz que se respira en este sitio. No se oye un ruido; ni siquiera el de sus propios pasos. Se diría que aquí, de un modo misterioso, se ha detenido el tiempo. El Sr. Osaki camina mirando fijamente al cielo, observa la luna y las estrellas. Comienza a amanecer, y se han formado pequeñas nubes que van cambiando de color a cada instante, del gris al rojo intenso, pasando por los infinitos matices del violeta. Por fin, de pronto, explota el sol allá en el horizonte. El Sr. Osaki siente que se le encoge el corazón. Hay tanta paz aquí –murmura, complacido-, respira hondo y deja de mirar al cielo. Deslumbrado, mira a su alrededor y, poco a poco, comprende el porqué de esta paz: no está en un parque; está en un cementerio.

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