martes, 26 de agosto de 2008

Naufragio

Aquel no fue un verano más. Había llegado a la isla por un desconcertante giro del destino y allí la había conocido. Ella vivía en una casa inmensa construida junto al mar, pintada de un inmaculado color blanco, con un jardín muy verde y muy cuidado, desde el que se divisaba una vista completa de la playa. Él se quedó a dormir en una esquina de la cala, bajo un pequeño embarcadero de madera, que le proporcionaba un techo.
La vio un amanecer. Paseaba sola por la orilla. Pensó que era perfecta. Se conocieron. Pasaron unos días juntos. Tomaban el sol y hablaban de sus cosas. Ella quería ser una mujer de mundo, dirigir la empresa de su padre, formar una familia, tener dos hijos y una casa en la Rue Royale de París. Él no quería nada, tan sólo estar allí, nadar y coger conchas en la orilla. Nunca había sido bueno para hacer planes de futuro.
Una tarde decidieron nadar hasta la popa del viejo barco hundido que había en la bahía. Estaba un poco lejos. Cuando llegaron, él la ayudó a trepar hasta su lado. Sintió que la quería. Se sentaron a contemplar una puesta de sol como él no había visto nunca. No hablaron, el día terminaba. Los dos sabían bien que no quedaba nada por decir. Mañana ella se iría a perseguir sus sueños, y él volvería allí, durante muchos días, a sentarse sobre la cubierta oxidada del viejo barco hundido.

1 comentario:

Mar Sanfrancisco dijo...

Que complicado es caminar por la vida, o mas bien que complicado nos lo hacemos.

Besotes.