lunes, 4 de agosto de 2008

Escuchar

El Sr. Osaki está sentado en un banco del parque. A su lado hay un hombre. Ha llegado montado en una bicicleta. Lleva un pañuelo rojo que le cubre la cabeza. Debe venir de lejos a juzgar por su aspecto sudoroso y cansado. Bebe largos tragos de agua de un bidón que sujeta en sus manos con cuidado, como un tesoro.
Al rato llega un anciano: se sienta junto al hombre y dice:
-Una buena tarde para montar en bicicleta.
-No crea -responde el hombre limpiándose el sudor-. Hace mucho calor.
-Pues ayer fue peor...
El anciano inicia una conversación. El hombre escucha. A veces asiente con la cabeza o pronuncia unas palabras que animan al anciano a continuar.
-Discúlpeme, quizás hablo demasiado -dice el anciano, al rato.
-De ningún modo -responde el hombre-, continúe, por favor.
Pasa el tiempo y el anciano habla de su infancia en un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos, de su juventud labrando los campos, de sus hijos, de su trabajo, de cuando se vino a la ciudad, fascinado por el bullicio y la gente...
-Me jubilé muy tarde -dice-, pero no me importó. Yo era muy feliz en mi trabajo.
El anciano continúa hablando de un problema que tuvo por hacerle un favor a una persona. El hombre del pañuelo pregunta alguna cosa. Entonces al anciano se le ilumina el rostro y continua.
-Hacía tantos años que no hablaba de estas cosas -dice el anciano.
El Sr. Osaki observa, fascinado, la intensa relación que se ha establecido entre estas dos personas que hace una hora aún no se conocían.
El anciano y el hombre comparten un momento de silencio. Los dos miran al cielo. Se está nublando un poco y la superficie del lago se oscurece. Unas palomas levantan el vuelo sobre el anfiteatro donde está el monumento.
-¿Y su mujer? -dice el hombre del pañuelo-. Pronuncia muy despacio las palabras, como si supiera que esa pregunta encierra la clave de un misterio.
El anciano baja la mirada, aprieta las manos, se le humedecen los ojos y le tiemblan los labios. De pronto, reprimiendo a duras penas un sollozo, responde:
-A mi mujer la mataron.
-Lo siento -dice el hombre.
-Se querían mucho ¿verdad?
-Si; cuarenta y tres años casados y no discutimos ni una vez. Cuando ella murió yo debí haberme ido también.
El anciano le cuenta la historia de cómo mataron a su mujer. Le dice que hace siete años ya que la perdió. Después le cuenta muchas cosas más, mientras, detrás de ellos, se va poniendo el sol.
El Sr. Osaki se levanta y se va. Sabe que ha presenciado algo extraño, pero no consigue entender porqué. Mientras se aleja, a veces, se detiene, y se vuelve, intrigado. Ahora el anciano ríe, parece muy feliz. El Sr. Osaki sacude la cabeza y ríe también. Probablemente -piensa el Sr. Osaki-, ese hombre ha pasado tanto tiempo a solas y en silencio, sobre su bicicleta, que ha aprendido el arte de escuchar.

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