lunes, 25 de agosto de 2008

Futuro

Llegó arrastrando el armazón de un carrito de compra en el que transportaba, atado de mala manera, una mesa plegable, una silla, y un diminuto taburete de madera. Era una señora mayor, de pelo muy blanco y ojos muy claros. Se paró a un lado del paseo, a la sombra de un árbol y extendió muy despacio su mesa, su silla y el viejo taburete. Sobre la mesa colocó un jarrón diminuto con un par de flores y un cartelito escrito a mano que decía: “Leo su futuro”. Tenía el aspecto de una campesina de algún pueblo perdido de Rusia. Llevaba un vestido muy limpio, de color desteñido, en el que, con el paso del tiempo, se habían difuminado unas flores. Se sentó en la silla y, con infinito cuidado, apoyó los dos pies sobre el taburete. Suspiró. Se daba masaje en las piernas. Sus tobillos estaban azules, hinchados, de tal forma que apenas se diferenciaban de sus pies. Suspiró; murmuró una frase en su lengua. Le costaba trabajo respirar el aire caliente. Era una de esas típicas tardes de verano de nuestra ciudad. Hacía un calor aplastante. El paseo estaba vacío de gente. La mujer tanteó con su mano una bolsa que había dejado en el suelo. De la bolsa sacó un trozo de melón que ya había cortado y pelado. Aletargada, la tarde seguía su curso. Una pareja pasó junto a ella. Se besaban, reían. Parecían muy enamorados. Estaban de espaldas y contemplaban el lago. Un par de palomas se posaron muy cerca de ellos. La anciana observó a la pareja y después inició un movimiento para acercarse la fruta a la boca. De pronto, el trozo de melón resbaló de su mano y acabó sobre el suelo. La anciana no habló. Contempló aquella fruta cubierta de arena. La observó mucho tiempo, como si no comprendiera lo que había pasado. Se frotaba las piernas. Parecía que nunca conseguiría dejar de mirar ese suelo.

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