domingo, 24 de agosto de 2008

El jorobado y la estatua

Desde la altura de mi posición, sobre el pedestal de granito, observo a este hombre pasar. En verano, en invierno, con frío o calor, camina despacio, arrastrando los pies y los años, igual cada día, encorvado su rostro y su cuerpo hacia el suelo.
Mientras camina, se sujeta las manos muy fuerte, intentando evitar que su cuerpo se mueva como una marioneta, pero no lo consigue. Ha llegado a mi altura y se ha sentado en el banco que hay junto al seto. Con mucho trabajo ha sacado del bolsillo de su pantalón unas cuantas hojas de periódico y se ha puesto a leer. Se inclina y acerca su rostro al papel, lo que hace destacar la terrible deformidad que destroza su espalda.
El hombre lee un rato, más tarde se levanta y se va, con su paso de siempre, arrastrando sus pies y su vida, estirando su cuello, su esperanza y su rostro, que miran desde siempre hacia el suelo. Mañana regresará de nuevo, igual que cada día. Hasta que un día ya no vuelva más. Desde la soledad eterna de piedra en la que habito tan sólo yo comprendo lo que significa que el trágico destino haya condenado a este hombre a estar solo toda la vida.

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