lunes, 4 de agosto de 2008

Nada es para siempre

Son las doce de la noche y el Sr. Osaki está sentado en el tejado de una casa del centro de la ciudad, A su alrededor se despliega un mar ondulado de tejados de casas antiguas, de buhardillas, ventanas, antenas y cañerías. Un universo ajeno y misterioso que se alza por encima del mundo. Sobre su cabeza, en el cielo nocturno, brilla la luna.
La noche está en calma y sólo turba la paz algún ruido apagado que llega desde el suelo. Abajo, a lo lejos, se adivina el camión de la basura que hace su recorrido diario.
Piensa el Sr. Osaki en todas las personas que viven bajo este laberinto de tejados. Cada una con una historia que contar, cada una con su vida, su lucha y su camino. Miles, millones de vidas y de historias diferentes, pero todas con un principio y un final igual: nacer, morir.
El Sr. Osaki medita sobre la necesidad que tiene el ser humano de trascendencia. Le resulta curioso pensar esta noche en el afán que despliegan estos hombres y mujeres por existir, por vivirse y vivir. Le fascina ese afán por crearse algo parecido a un sólido yo. Una forma tangible y real en la que ser capaces de reconocerse, como si estuvieran aquejados de un extraño virus de la extinción. Un virus que les hiciera desaparecer un poco cada día hasta transformarlos en seres incorpóreos. Almas inexistente, fugaces e inmateriales, carentes de vida.
Brilla la luna sobre el sr. Osaki. La noche esta impregnada de serenidad y el universo vibra con el rumor de su latido eterno. Piensa el Sr. Osaki que la vida de los seres humanos que habitan bajo estos tejados no es nada más que eso: una lucha desesperada por seguir existiendo, a pesar de que, en su corazón, saben lo inútil de su intento.

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