lunes, 4 de agosto de 2008

El ruido de las balas

El Sr. Osaki está sentado en la cama. Tiene un papel en las manos. Es una carta. Junto a la carta ha recibido una nota en la que un joven americano que conoció hace tiempo le pide que, con la ayuda de su familia, localice a una mujer en Japón, y le entregue la carta. La mujer se llama Shin Suche y la carta dice:
.
“Querida Shin:
Amanece y desde el fondo de la calle regresa el ruido de las balas. Hoy no hay una razón por la que continuar, ni un sitio adonde ir. Sólo el olor a sangre que llega en oleadas. No quiero despertar, no quiero abrir mis ojos a la vida. Porque no hay vida ya. ¿A quién estamos ayudando?
Esta mañana hay cadáveres de hombres y mujeres que observan desde las aceras la mirada culpable de los soldados. Hay escombros y humo en las ruinas de la casa de enfrente. Un humo pesado, tan pesado, que no se eleva nunca. Un humo que permanece agazapado, a la espera, paciente como un francotirador.
¿Sabes, cariño? Esta guerra responde a mis preguntas cada día, despeja las incógnitas,
me muestra como soy, cobarde, diminuto. ¿Sabes, cariño?... Ayer corría con una niña herida en mis brazos. La niña gritaba, con su rostro pegado a mi rostro. Cruzamos la calle y su madre también, pero su madre me gritaba a mí y me daba golpes y patadas hasta que tuve que dejar a la niña en el suelo. Yo sólo quería sacarla de allí, pero su madre estaba aterrorizada de que un soldado tuviera a su hija en sus brazos. Mis compañeros dicen que soy un estúpido, que pongo a todos en peligro. Un reportero me hizo una foto, con la niña cubierta de sangre en mis brazos, pero ahora yo sé que las imágenes ya no reflejan nada porque el mundo no sabe sentir.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuánto hace ya que no te veo? He perdido los libros que me enviaste, mi memoria, la luz de tu mirada.
He perdido cualquier resto de mi humanidad participando en esto. Ahora el dolor no cesa ni un instante, ya no queda esperanza. Sólo las explosiones siguen. Ellas son lo único real en este sitio, mientras nosotros, como asustadas sombras, corremos y gritamos de esquina a esquina mientras miramos el rostro de La Muerte intentando entender lo que nos dice.
Pero La Muerte dice que ella es el dulce descanso en esta mañana en el horror. Ella me dice: “ven” detrás de cada esquina. ¿Sabes, cariño? No hay una sola muerte; hay una muerte esquiva, la muerte de los desesperados, de los heridos, de los que agonizan entre las ruinas de las casas. Una muerte que a través de los días se hace esperar y que a veces perdona. También hay una muerte horrible. La muerte del cuerpo mutilado, negro como el carbón, oscuro, hinchado, roto, perdido para siempre en un atroz dolor interminable. Hay una muerte inmóvil, oscura y silenciosa que no te alcanza nunca porque sabe que ya no queda vida en ti, aunque te muevas y camines. También hay una muerte diferente: la muerte de los niños. Ellos mueren de otra manera.
Amanece: Se oyen alaridos al fondo de la calle. De nuevo el ruido insoportable de las balas. Ahora tenemos que salir de aquí. No sé si volveré, pero da igual. Ya no tiene remedio. Ya no soy el que conociste. Si regresara todo sería horrible ¿Sabes, cariño? Te echo de menos. Ahora tenemos que salir de aquí”.

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