lunes, 4 de agosto de 2008

La vida de los árboles

El Sr. Osaki quiere estudiar la vida de los árboles. De pronto ha sentido una necesidad urgente de saber cosas de los árboles y, sin pensárselo, a pesar de que son las tres de la tarde y de que la temperatura es de treinta y cinco grados a la sombra, se ha lanzado a la calle a buscar árboles con los que aprender.
El Sr. Osaki camina entusiasmado de un lado para otro. El parque está lleno de ellos. Pinos, Tejos, Pinsapos, Eucaliptos, cipreses, robles… Se para bajo uno de ellos, observa sus hojas a contraluz, la línea enrevesada de su tronco, su forma de ir hacia la luz navegando a través de los años. Lo estudia despacio, con calma. No quiere perderse ni un detalle. Más tarde se abraza a un pino enorme. Respira el olor de su corteza, siente en sus manos la rugosa vejez de su corteza expuesta desde siempre a la intemperie –siente que está abrazando a una ballena gigantesca del mundo vegetal-, observa los insectos que trepan por su tronco, huele su sangre espesa… Inesperadamente una pregunta se instala en su cabeza: ¿cómo se relacionan los árboles?
El Sr. Osaki se sienta en la hierba a pensar. Pasa una hora, dos... ¿Cómo se relacionan? Frente a él dos árboles inmensos crecen uno junto al otro. ¿Cuánto tiempo llevan así?: ¿cien años?, ¿doscientos? El Sr. Osaki los imagina mecidos por el viento caliente del verano, mojados por la lluvia del otoño, cubiertos por la nieve del invierno, compartiendo su vida y su suerte. Algunas de sus hojas se tocan en lo alto. Diríase que se acarician disimuladamente, con las yemas de sus múltiples dedos vegetales, y sin embargo, parecen tan distantes. Los dos tienen algo en común, pero entre ellos se levanta una muralla invisible de silencio.
Ahora llega un pájaro y se posa en la rama del árbol más grande. Una brisa repentina sacude las hojas y el pájaro levanta el vuelo y se posa en el otro. ¿Lo ha hecho realmente el viento o ha sido el árbol? El Sr. Osaki duda: ahora, con la complicidad del viento, los dos árboles juegan a pasarse de uno a otro, el pájaro.
El Sr. Osaki se aleja de allí. Va meditando sobre lo que le han enseñado los árboles. A veces -piensa-, la cosa más pequeña es suficiente para romper un silencio.
En su camino se encuentra con dos adolescentes. Están sentados en un banco. Los dos miran al frente. No se conocen: tan sólo la casualidad les ha hecho coincidir en ese banco.
Tienen quince o dieciséis años y por la tensión de sus cuerpos se nota que están deseando conocerse. El Sr. Osaki, mientras se acerca, comprueba que llevan un rato así, pero no se dirigen la palabra. Los dos esperan que sea el otro el que rompa ese silencio tenso.
El Sr. Osaki recuerda lo que ha aprendido de los árboles y se sienta en el banco junto a ellos. Ahora los tres miran al frente en silencio. El Sr. Osaki espera un momento y luego, dirigiéndose a la muchacha que está en el otro extremo del banco, dice como si la conociera desde siempre:
¿Que tal has terminado el curso?
-Muy bien -responde ella, sorprendida-, aunque me han suspendido “mates”.
-A mi también -dice el muchacho- mi profesora está como una cabra.
-La mía también -dice la niña, mirando con sus ojos alegres al muchacho- ¿A qué instituto vas?...
Ya está: se ha roto el maleficio del silencio. El pájaro de las palabras vuela de rama en rama, de labio a labio, de mirada a mirada. El Sr. Osaki se marcha disimuladamente. Tras él se oyen las risas de los muchachos. El Sr. Osaki sonríe. Piensa en lo complicada que resulta a veces la vida para los árboles y los adolescentes.
Se ha levantado viento y ahora las ramas se mueven con más fuerza. Si no fuera porque son árboles –piensa el Sr. Osaki-, juraría que ahora se están besando.

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