lunes, 4 de agosto de 2008

En la pared

El Sr. Osaki sintió frío. Se estremeció. Miró su reloj: eran las doce de la noche del día treinta y uno de diciembre. Estaba sentado dentro de su saco de dormir en una pequeña repisa en medio de una pared. La parte inferior del saco colgaba en el vacío.
Giró la cabeza y comprobó que los anclajes estaban colocados correctamente. La cuerda que le unía a la pared salía junto a su rostro por el estrecho hueco que dejaba la abertura y la funda de vivac. El resto de la cuerda colgaba en el abismo, perdiéndose en la oscuridad, cuarenta metros más abajo. En la distancia las luces de un pueblo se difuminaban. Empezaba a nevar.
La vía recorría un inmenso espolón de roca vertical, aéreo y expuesto al viento. El Sr. Osaki recordaba lo que había sentido aquel día, lejano ya, en su juventud, cuando atacó las últimas fisuras y supo que lo había conseguido. Era la vía más hermosa que nunca había hecho antes y se enamoró de ella como de una mujer perfecta.
Esta noche, después de mucho tiempo, había regresado; quería estar en paz, lejos de todo lo absurdo y lo superficial de la vida corriente.
Encendió el frontal y miró hacia arriba: en el haz de luz revoloteaban copos de nieve. Las ráfagas de viento se hicieron más fuertes. Se está preparando un temporal -pensó-, y al rato se quedó dormido.
Soñó que escalaba una interminable pared de nieve. Había un tramo muy difícil: golpeaba con los dos piolets la nieve helada y jadeaba, mientras trataba de clavar los crampones en el hielo. Hubo un momento en el que sólo se sostenía colgando de sus brazos en un extraplomo. La tierra parecía tirar de él con fuerza hacia el abismo. Sólo quedaban unos metros para salir de allí. Sintió terror y se despertó sobresaltado.
Encendió la luz de su frontal y miró hacia abajo. Ahora, el viento bramaba enloquecido separando las cuerdas de la pared. La nieve arreciaba y caía con fuerza, acumulándose sobre la repisa, cubriendo su cuerpo. Todo se estaba helando. Sintió que estaba metido en un buen lío. Apagó la luz y esperó. Tenía mucho frío, pero al rato se volvió a quedar dormido.
De nuevo en su sueño se repetía la escena. Bajo el extraplomo de hielo él vacilaba. Parecía imposible salir de allí, pero luchó contra el miedo y las dudas y superó el difícil paso. Caminó unos cien metros: jadeaba agotado por el esfuerzo y arrastraba la cuerda tras él. Ante él se abría un gigantesco anfiteatro de hielo donde le esperaban otros escaladores.
¡Qué extraño! -pensó-, ¿qué hace toda esta gente aquí? Los hombres estaban reunidos alrededor de un hombre tendido sobre la nieve. El Sr. Osaki se unió a ellos.
Se despertó: había dormido profundamente. La funda de vivac estaba rígida, cubierta por el hielo. No sabía cuánto tiempo había pasado; pero era evidente que la tormenta le había pasado por encima con toda la fuerza de su naturaleza. La luna salió durante un breve instante entre las nubes, y el viento y la nieve cesaron. El paisaje estaba sumido en un silencio tenso. Sentía como si estuviera en el ojo de un huracán. Miró a su alrededor: las placas de granito y las fisuras se habían helado y abajo en el valle, todo estaba cubierto de nieve. A la luz de esta luna gigantesca, el paisaje era un cuadro pintado en blanco y negro. Miró hacia arriba y hacia abajo. Imposible salir de allí.
El Sr. Osaki sintió que estaba lejos, muy lejos de la tierra y sin embargo, nunca antes, su espíritu había sentido una sensación de paz tan intensa.
Esperó un rato, su reloj se había parado. Se ha helado -pensó-, cerró los ojos y se durmió de nuevo.
En su sueño, la montaña ascendía, perfecta y eterna, como una poesía, hasta las estrellas.

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