lunes, 4 de agosto de 2008

La ciudad donde mueren los sueños

Cuatro días después el Sr. Osaki dejó las montañas atrás, atravesó una meseta y llegó a una ciudad. Se sentía contento de estar de nuevo entre la gente. Paseaba por las calles, observando lo que sucedía a su alrededor. Al principio todo parecía normal pero, poco a poco, un sentimiento de desasosiego fue apoderándose de su alma. Había algo especial en el ambiente de ese lugar, algo que en un primer momento pasaba desapercibido, pero que luego, cuando uno lo observaba con más atención, empezaba a percibirse como una sensación extraña, opresiva, agobiante.
El Sr. Osaki tardó algo de tiempo en comprender de donde surgía ese malestar. Lo vio con claridad cuando pasó a su lado una pareja. No hablaban, no se miraban; sus ojos parecían vacíos, como sus almas. El Sr. Osaki se sentó en una plaza a observar.
En una esquina, un matrimonio discutía por algo relacionado con un niño que estaba junto a ellos y que no paraba de llorar. Dos jóvenes gritaban por un tema de drogas. Una anciana cruzó la plaza protestando por unos papeles que alguien había tirado al suelo y el propietario de una tienda que estaba barriendo delante de su puerta se quejaba de que la gente no dejaba de ensuciar. Un taxista gruñía porque el tráfico estaba fatal, y un hombre mayor se lamentaba porque cada vez había más delincuencia. Algunas personas esperaban en la puerta de un banco y todos tenían la misma expresión de hastío y de infelicidad. Había gente sin trabajo que detestaba el tiempo que les había tocado vivir, y gente con trabajo que detestaba tener que trabajar, había ricos que eran infelices viviendo en su riqueza y pobres que sufrían por un pasado que no podían cambiar. Había inmigrantes desolados, que no sabían adónde ir; matrimonios en los que ya no quedaba ni un solo gesto de pareja, que ya no eran uno ni dos, sino ninguno, porque habían perdido cualquier rastro de identidad. Jóvenes tristes, niños que no reían, jubilados incómodos, perdidos, cansados de vivir. Hasta los perros iban de un lado a otro, entre las piernas de la gente, con cara triste, incapaces de comprender la causa de su infelicidad.
El Sr. Osaki observó con atención todo esto durante mucho tiempo, luego se levantó y sin mirar atrás, continuó su camino, dejando la ciudad.

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