lunes, 4 de agosto de 2008

Tres de la mañana

Cuando se despertó, el Sr. Osaki vio que en el suelo de su habitación, justo en el punto exacto donde debían estar sus zapatillas, se abría un agujero. Miró el despertador: eran las tres de la mañana. Intrigado, se asomó. No se veía el fondo, tan sólo oscuridad. Muy abajo, se oían chirridos de cadenas, ruidos metálicos y silbidos de vapor. El Sr. Osaki gritó a la oscuridad de aquel vacío negro pero nadie le respondió. Decidió bajar. Mientras descendía oyó algunas voces. Caminó por un laberinto de túneles y al fin llegó al andén de una vieja estación. Allí se había congregado una multitud. Pudo reconocer a la familia que vivía al otro lado del tabique de su pensión, a la casera del piso de arriba, que estaba poseída por un extraño furor que le hacía dar patadas en el suelo a cada instante. El tendero de la frutería, el taxista que le había llevado hacía unos días al centro, un amigo que había olvidado… Todos parecían estar muy alterados: se insultaban, gritaban con desesperación, se reprochaban cosas unos a otros. Allí, bajo la inmensa cúpula de la estación, el griterío era ensordecedor.
El Sr. Osaki, viendo todo aquello, comprendió que aquel era el lugar donde acababa la existencia de todos los seres desquiciados que algún día, en el pasado, buscó su camino en un mundo que ya no existía. Una estación perdida en el horror de sus vidas, oscura, aterradora, donde la gente ya no era consciente de lo horrible de su situación, donde la gente era incapaz de ver hasta qué punto había extraviado su camino y donde, ahora, airados, culpaban al resto de la humanidad de sus errores mientras se limitaban a esperar, sin hacer nada, que llegara el próximo tren.
Todos los que estaban allí giraban en un inmenso torbellino de odio y de locura. Algo terrible se había apoderado de sus almas. Un mal que era una mezcla de ignorancia y de desequilibrio y que espantaba al Sr. Osaki. Era como una maldición: los viejos gruían por ser viejos, los jóvenes porque eran jóvenes y querían ser cualquier otra cosa, los niños lloraban porque eran niños y querían ser mayores… Todos se peleaban por todo y con todos. Daba terror aquello. Sólo el Sr. Osaki parecía permanecer ajeno a esa locura. De algún modo, a pesar de encontrarse entre ellos, se había sustraído a aquel horror. Entonces un tren entró en la estación y el griterío aumentó. Mezclados con el ruido y el vapor, la gente se empujaba en un desesperado intento de encontrar un lugar en el tren. En ese momento el Sr. Osaki decidió no seguir al gentío aunque la consecuencia de esa acción fuera quedarse para siempre en ese andén, apartado y aislado de todo y de todos.
Al fin, todo el mundo, consiguió apretujarse como pudo en los vagones y el Sr. Osaki contempló como partía el tren con su carga de almas, dejando un rastro de odio, sangre, sufrimiento y locura. Frente a él, las vías descendían hasta las más profundas simas del horror. Allí les esperaba un mundo terrible en el que las relaciones verdaderas serían sustituidas irremediablemente por simulacros de amor sin pasión o burdas relaciones comerciales sostenidas sobre intereses egoístas. Un mundo en el que todos los sentimientos elevados se iban a transformar en un mero intercambio de objetos, cuerpos y mercancías.
El Sr. Osaki se quedó completamente solo en el andén. Todo estaba en silencio. Inesperadamente, un hombre apareció a su lado. Era un viejo poeta japonés. Le miró y dijo: “ellos no pueden comprender. Lo único que hacen es seguir a sus fantasmas”.
El Sr. Osaki sintió tristeza. Sentado de nuevo en la cama observó sus zapatillas y vio que eran reales y pensó que tal vez nunca hubo ningún agujero en el suelo. Se levantó y se preparó un café. En el piso de arriba la casera daba patadas en el suelo, los vecinos gritaban, un niño lloraba. En la calle vacía, el tendero de la frutería se peleaba con un taxista… Y sólo eran las tres de la mañana.

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