lunes, 4 de agosto de 2008

El predicador

El Sr. Osaki pasea por el parque. Cada día se abre ante sus ojos un parque diferente, infinito, distinto, de una complejidad que le fascina.
El Sr. Osaki pasa muchos días allí, contemplando la vida del parque, que para él es un reflejo de la vida del mundo y del universo.
Esta tarde, mientras camina, observa a un predicador que se ha subido al pedestal de una estatua y que, desde ese lugar, grita a los cuatro vientos que el fin del mundo sucederá mañana. El Sr. Osaki piensa que eso está bien, porque mañana es lunes, y es un día perfecto para que nos sorprenda el fin del mundo, pero no se lo acaba de creer, y como no se lo acaba de creer no siente esa urgencia de salir corriendo a buscar el amor de su vida, ni se marcha de putas, ni se va a confesar. Así que, ignorando el tremendo mensaje, deja al tipo atrás y continúa su paseo, mientras oye a su espalda como sigue dando la tabarra con nuestra inminente muerte y muy poco probable posterior resurrección.
¡Arrepentíos! –dice-, ¡que la hora está cerca! El Sr. Osaki observa el mundo alrededor y comprende que el fin del mundo ya no le importa a nadie, ni a los árboles, ni a los pájaros, ni a las carpas, ni siquiera a nosotros, que vamos a ser los más perjudicados en esta historia.
Y la tarde continúa, y en su caminar, el Sr. Osaki observa como las adivinas echan las cartas a sus clientes, ajenas también ellas, a este inminente fin del mundo, y ven el futuro amoroso de una chica delgada, con el pelo teñido de rubio, muy negro, muy negro, pero eso sí, al menos va a encontrar un trabajo. Lástima que se acabe el mundo –piensa el Sr. Osaki-. Hay gente que llega tarde a todas las citas de su vida.
Y la tarde termina y nosotros –los seres sin rostro que transitamos por el parque-, hemos gastado un día más, y el Sr. Osaki piensa que eso sí que es real, y percibe en ese detalle cotidiano algo que es mucho más demoledor y más terrible que el fin del mundo que anuncia ese predicador.

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