jueves, 28 de agosto de 2008

Vreneli

Ella tenía treinta años y un deportivo rojo aparcado en el jardín. La conocí en un pequeño pueblo muy cerca de Montreux. Aquella noche salí con ella y sus amigos, y luego, casi cuando empezaba a amanecer, nos bañamos los dos, extraños y borrachos, en la bañera del cuarto de su hotel. Los hombres la deseaban. Tenía el pelo negro –creo recordar que me dijo que su abuela era italiana-, la mirada profunda, y una sonrisa amarga que hablaba sin hablar. Era alta y corpulenta. Cuando íbamos cogidos de la mano parecía mi madre. Eso me fastidiaba un poco, pero ¿quién es capaz de resistirse al sexo cuando uno tiene dieciséis? Pasamos juntos unos días. A ella le debo seis días de felicidad, un par de desencantos, el sueño de una noche de verano, y una tarde de lluvia que me pasé, llorando, en la orilla de un lago.

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