lunes, 4 de agosto de 2008

La velocidad de las tortugas

El Sr. Osaki contempla un estanque. El agua, de un color verde intenso, tiene el olor característico de materia vegetal en descomposición. En un rincón, casi completamente ocultas entre la maleza de la orilla, inmóviles sobre unas piedras, dormitan unas tortugas.
El Sr. Osaki las observa, fascinado. Son cinco, y no hay en ellas ni el más mínimo signo de actividad.
El Sr. Osaki quisiera, aunque sólo fuera durante un breve instante, ser como ellas, o al menos parecerse un poco. Intenta estarse quieto, mirar a un punto fijamente, darle a su rostro esa expresión de ausencia concentrada… Resulta complicado. Lo intenta varias veces, pero a cada momento sucede algo que le distrae y le hace fracasar -un insecto se posa en su oreja, cae una hoja, aletea un pájaro en un árbol, un pez sale a la superficie y forma un remolino-… El Sr. Osaki desiste. Se rinde a la evidencia y comprende, desolado, que nunca podrá ser una tortuga más en este estanque.
¿Qué sienten las tortugas? ¿Qué observan de ese modo? Tal vez la clave del misterio de su inmovilidad sea que el tiempo de sus vidas se mueve a una velocidad de vértigo. Ellas, sin tiempo material para reaccionar, tan sólo se limitan a observar, perdidas, a la espera, en un viaje enloquecido, que las lleva de instante en instante, en un presente eterno, sin tiempo ni lugar en el que detenerse, camino de un futuro indiferente donde resulta imposible reposar su mirada, anhelando atrapar un microespacio de tiempo en el que pararse y poder decidir una acción o sentir una inquietud o un deseo.
Ahora el Sr. Osaki, abrumado, percibe la vorágine de actividad de estas tortugas, y cuando una de ellas, gira infinitamente despacio su cabeza, trillones de años luz le observan desde sus ojos brillantes, profundos, penetrantes, vacíos como agujeros negros. El Sr. Osaki siente entonces el vértigo de la eternidad, se da la vuelta y escapa de allí, inquieto, aterrado, sin mirar hacia atrás.

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