lunes, 4 de agosto de 2008

Perdido

Perdido en cualquier parte, entre la niebla, el sistema de posicionamiento del Sr. Osaki ha dejado de funcionar. No hay latitud ni longitud, no hay un “go to”, hacia el que dirigirse, ni un “track back” por el que regresar.
El Sr. Osaki piensa que este cacharro es el vivo reflejo de su vida. Suspira y se resigna. Decide sentarse. Relaja los sentidos, respira hondo el aire cargado de humedad, y allí, entre la niebla, se siente acogido en un mundo de rocas, sin lugar y sin tiempo. Sobre él, a once mil millas naúticas, veinticuatro satélites dan vueltas al planeta en seis órbitas distintas que ahora a él no le sirven para nada. Se sienta en el suelo, se cubre la cabeza, se encoge todo lo que puede y decide esperar a que pasen las nubes. El tiempo pasa pero no se disipa la niebla. Se ha hecho de noche y su ropa empapada y el viento le traen viejos recuerdos de otro día lejano ya, en el que un viento terrible, cargado de sal, llenaba el aire, y la soledad era el precio a pagar por vivir y habitar esa tierra. Entonces, en su mente, la vida gemía como un mástil de madera a punto de quebrarse por la fuerza de aquel vendaval. La vida... ¿Aquello era la vida? El mar hervía y golpeaba con rabia las rocas de los acantilados. Aquella tarde, las ráfagas eran tan poderosas que ni el cielo podía sujetarlas.
Sin quitarse la ropa, de un salto, se dejó caer desde el acantilado y se hundió despacio entre la espuma, hasta llegar al fondo. Blandos bancos de algas se balanceaban de un lado a otro siguiendo el dulce vaivén de la marea, y algunos peces permanecían estáticos, ajenos a la corriente submarina, mirándole, como asombrados pájaros.
El silencio allá abajo se transformaba en una paz, sólida y dura, como el espigón de roca del viejo puerto junto al astillero. Su alma, aquel día, era una nave de olvidos, una historia feroz, un abismo profundo cargado de oscuros presagios. Pero allí, en ese fondo verde, en el claro de arena ondulada, junto a la piedra negra, todo ese dolor submarino se convertía en paz y soledad, cálida y blanda, pero también fuerte y segura, como el abrazo de una amante enardecida.
Ese gesto le daba algo de fuerza y así, tarde tras tarde, aterido y con las manos y los pies en carne viva, el Sr. Osaki, salía del agua y regresaba a la tierra y una vez allí, sentado como hoy sobre unas rocas, contemplaba sus tristes velas rotas, su mástil destrozado, la historia de su horrible naufragio en un tiempo infinito. Su vida era una nave hundida. Miraba tierra adentro y al final, cualquier pensamiento llegaba a un punto sin salida. Todo se reducía a cientos, miles de vidas rotas. Millones de vidas destrozadas en un eterno ciclo de dolor, muerte y desolación.
¿Cómo sobrevivir a este naufragio eterno? ¿Cómo sobrevivir a tanto horror acumulado?, -gritaba en su interior-, y así una y otra vez. Sobre el acantilado, repetía esta frase cientos, miles de veces cada día, como si le escupiera las palabras a un Dios estúpido, incapaz de comprender. Un Dios definitivamente ido, ahogado, muerto. Un Dios sin compasión.
Sobre las rocas cayó la noche y el agua del mar se sosegó. Un pájaro sin nombre atravesó el círculo de luz perfecta de la luna y su sombra era negra y la luna era blanca y de nuevo, la noche estaba allí, y había algo a lo que el espíritu del Sr. Osaki aún podía aferrarse. La noche: la cabeza en el cielo, los pies en el suelo –pensaba el Sr. Osaki-, respiró hondo, se puso en pie y comenzó el camino de regreso. Nagasaki queda lejos -pensó-, pero puedo llegar a casa antes de que amanezca.

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