lunes, 4 de agosto de 2008

Músicos

El Sr. Osaki pasea por el centro de la ciudad. No se dirige a ningún lugar concreto: sólo camina y observa. Delante de él camina un joven. Lleva colgado un acordeón a la espalda. El Sr. Osaki piensa que este joven, sino fuera por su acordeón, sería un ser anónimo y aislado, pero no sabe bien porqué piensa eso.
Al rato, el joven del acordeón pasa junto a otro muchacho que toca el acordeón junto a la puerta de un psiquiátrico. Las notas del instrumento revolotean y se cuelan por las ventanas. ¡Qué alegre! -piensa el Sr. Osaki.
Mientras caminan, otro chaval que carga con otro acordeón, se une a él. Los dos se paran en un banco a contar el dinero que han obtenido tocando.
El Sr. Osaki decide meterse en el metro. Junto a la taquilla, un anciano toca el acordeón. Tiene los mismos rasgos de los jóvenes y también su acordeón se parece, pero los dos son más viejos y suenan bastantes más tristes. Un poco más allá hay otro más. Éste está estratégicamente situado en una encrucijada y su música atruena en todos los túneles.
En el vagón, el Sr. Osaki intenta leer, pero en la parada siguiente entran cuatro personas, y de nuevo, la música. Guitarra, trompeta, un saxo tenor y, claro, el inseparable acordeón.
La música se mezcla con el ruido del vagón. Chirridos metálicos, temblores gigantescos, resoplidos de animal mitológico herido de muerte, chispas, fogonazos... Y por encima de todo, dominándolo todo, como si fuera la muerte o una venganza terrible de los dioses: el ruido rey, inconfundible, de otro maldito acordeón.
La misma melodía -piensa el Sr. Osaki, incomodado-, siempre la misma melodía, y mira la cara de este hombre. Diríase que es un señor Rumano, o Polaco como los otros, pero con bigote.
El Sr. Osaki se apea del vagón y sale a la calle. De nuevo más músicos. Músicos callejeros, riadas de músicos que se dirigen a sus puestos de combate. Por la gran avenida bajan regimientos enteros de músicos. Trombones, contrabajos, violines, trompetas, clarinetes... El Sr. Osaki mira alrededor y piensa: otra Gran Guerra ha comenzado y nadie parece haberse dado cuenta.
El Sr. Osaki decide sentarse a escribir en la terraza de una céntrica plaza de la ciudad. Aún no ha sacado su cuaderno, cuando, en el centro, empieza a agruparse la madre de todas las bandas. Guitarra, dos saxos, percusión, violín, contrabajo, dos trompetas, y, claro, el insustituible acordeón. Pero esta vez… ¡Ay Dios! ¡Que no es uno, que son dos!
La banda arranca a tocar. De cero a cien en un milisegundo. Glenn Miller, yace destrozado, retorciéndose sobre el pavimento. La música atruena el ambiente. Están de espaldas. Tocan para la terraza que está justo enfrente. El Sr. Osaki contempla, destemplado, los traseros de los componentes de la banda. Son gente mayor, bastante obesos, sus nalgas se mueven al compás, siguiendo una coreografía perfecta. El Sr. Osaki se acuerda de Baloo, del libro de la selva... Le empiezan a sudar las manos ante la escena.
De pronto, algo impacta en el ojo del Sr. Osaki. Intenta sacarse el cuerpo extraño. El dolor es tremendo. Angustiado, por un momento, contempla la posibilidad de que se le haya clavado una de esas notas chirriantes en un ojo, pero no; tan sólo es un pequeño insecto. El Sr. Osaki respira aliviado y, con los ojos repletos de lágrimas, cegado y herido de muerte, decide rendirse y guarda el cuaderno en su cartera. Mientras tanto, la orquesta se ha dado la vuelta y ahora le lanzan su música directamente a la cara. Un turista mayor, colorado, gordote y blancucho, inmenso como un elefante marino, en su mejor momento para degustar una angina de pecho a la española, se levanta de pronto, y en un arrebato de turístico entusiasmo, se pone a bailar, sin parar de hacer fotos.
Ahora aparece en escena un chaval disfrazado de punkie que toca una flauta en su escala más alta. En una esquina de la plaza se han apostado unos mariachis. Se mezclan todas las melodías: Glenn Miller con la Internacional, rancheras, flamenco, unas rumbas... El chico de la flauta corre como alma que lleva el diablo alrededor de las mesas mientras toca su flauta... El Sr. Osaki, en medio de toda esta barahúnda mortal, cuenta las vueltas que da el tipo chiflado de la flauta, una vuelta, dos vueltas, tres, cuatro, cinco...La música arrecia, es la guerra total. No hay escapatoria. De pronto el acordeón infla su barriga y explota en medio de la plaza con un berrido descomunal. Todo lo que quedaba en pie queda destruido en ese instante. Es el fin. El ruido ha vencido la batalla.
El Sr. Osaki sale tambaleándose de debajo de una de las mesas. Se acerca a los músicos y les pregunta de qué país son. Quiere saber, al menos, de donde procede este ejército vencedor: “Polonia, Polonia”, gritan enardecidos los músicos. El Sr. Osaki, les dice adiós con un gesto cansado. En medio de la plaza, se besan las mujeres con los músicos bajo una lluvia de papelillos y confetti. Pasan aviones y sobre sus cabezas, brigadas de paracaidistas cubren el cielo. Descienden despacio, inexorablemente. El cielo está lleno de ellos. Sonríen, saludan con la mano. Todos llevan un viejo acordeón sujeto a sus espaldas. En el mundo no queda ni rastro de silencio. El Sr. Osaki no sabe adonde ir, donde esconderse.

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