lunes, 4 de agosto de 2008

En la montaña

El cuarto día de camino el Sr. Osaki se encontró con una cadena de montañas y decidió cruzarla. Subió una pequeña, de unos seiscientos metros, y descendió por la otra cara hasta llegar a un valle por el que discurría un río. Eran las siete de la mañana y la temperatura era agradable. El cielo estaba completamente despejado y a su alrededor se oía cantar a los pájaros del bosque. Llegó al río y se quitó las botas y los pantalones. Cruzó despacio por el agua helada, intentando no perder pie, pisando con cuidado entre las rocas cubiertas del musgo del fondo. Un par de truchas cruzaron la poza lanzando destellos plateados y se escondieron en las piedras de la otra orilla. Salió del agua y se sentó en la hierba. Sus pies estaban blancos debido al frío. Se puso los pantalones y las botas y continuó camino.
Frente a él se abría una ladera inmensa, cubierta de enormes piedras y maleza. Un laberinto de rocas que le conduciría a un estrecho collado, allá en las alturas. Comenzó a andar y progresó muy despacio en la pendiente. El sol iba ascendiendo en su camino y pronto le alcanzaría. La temperatura iba subiendo por momentos según avanzaba el día.
-¡Qué calor! Y eso que aún no me ha alcanzado el sol -pensaba el Sr. Osaki mientras se secaba el sudor de la cara con el brazo.
Rodeó unas rocas, cruzó una garganta, y al rato el sol ya estaba sobre él. Bebió un sorbo de agua. Tenía menos de un litro y no sabía si podría conseguir algo más.
Tardó una hora hasta alcanzar el collado. Bajo él, el río parecía una pequeña línea diminuta. Miró hacia arriba y comprobó que a continuación debía ascender a otro aún más escarpado. Continuó. Ahora sudaba abundantemente. A ratos se paraba debajo de alguna roca. Una serpiente se arrastró junto a él como si quisiera disputarle la sombra. El Sr. Osaki contempló durante un rato al animal, que estaba al acecho de algún pequeño roedor que, de tarde en tarde, hacía ruidos entre los matorrales.
Continuó ascendiendo pero tuvo que regresar. Llegado a un punto era imposible seguir. Una densa vegetación impedía la progresión. Dio vueltas y más vueltas tratando de salir del laberinto pero sólo consiguió arañarse la cara y los brazos. Descendió quinientos metros y se subió a una piedra. Desde allí encontró un paso junto a un vertiginoso abismo que quedaba a su izquierda. Unas cabras montesas le contemplaban, curiosas. Cuando comenzó a avanzar se fueron alejando, despacio, saltando entre los riscos con asombrosa agilidad.
Llegó a lo alto del collado y se sentó a descansar junto a una pared inmensa de granito. La roca allí arriba estaba erosionada por la fuerza del hielo, el agua y el viento. La soledad del lugar era extrema. Llevaba un día y medio sin ver a nadie. El Sr. Osaki acarició con sus manos la piedra. Le encantaba la textura rugosa del granito. Sintió que, de algún modo, aquel lugar era un hogar para su alma. El Sr. Osaki comprendió que, cuando estaba solo, era cuando menos solo se sentía. Aquí, en este sitio perdido y desolado, se sentía en perfecta comunión con la naturaleza.
-Podría quedarme a vivir en este sitio para siempre -pensó el Sr. Osaki, y recordó tiempos pasados, cuando en su juventud vivió algún tiempo solo, en parajes como éste, buscando aprender de las montañas.
Continuó su camino y ascendió otro de esos gigantescos escalones de piedra que le alzaban quinientos metros cada vez. Ahora el camino se estrechaba cada vez más hasta que desembocó en una garganta que daba paso a un amplio valle en las alturas. En medio del valle, una pared completamente lisa, se elevaba ciento cincuenta metros sobre la pradera. Paró de nuevo y bebió un par de tragos de agua. Algunos rebecos le observaban y unos cuervos enormes graznaban, mientras se perseguían en el cielo. Un par de buitres dejaban deslizar su sombra por la pared. Todo parecía vivir el primer día de una creación perfecta y allí, el Sr. Osaki halló el secreto de una forma de paz que ya casi había olvidado.
En el cielo se habían comenzado a formar unas nubes inmensas que dieron sombra al paisaje durante un momento. El Sr. Osaki sacó algo de ropa y se la puso. Estaba empapado de sudor y el aire frío de las alturas le hizo estremecerse.
Eran las cuatro de la tarde y seguía ascendiendo. Ahora la montaña había cambiado por completo. Mientras atravesaba un nevero, altas agujas de piedra, jóvenes y afiladas como cuchillas, rodeaban al Sr. Osaki. El lugar tenía un aspecto irreal. Era como moverse en otro planeta. El sitio era tan desolado y sobrecogedor que hasta el silencio se percibía como algo espeso y denso. De pronto un corzo saltó, asustado por la presencia del Sr. Osaki. Era enorme y tenía el pelo marrón y brillante. Su musculatura era colosal y el golpear de sus pezuñas retumbó entre las piedras. Se alejó dando saltos, perdiéndose al instante, montaña abajo. El Sr. Osaki ascendió los últimos doscientos metros con precaución, agarrándose a los resaltes, hasta que la pared perdió su inclinación y se convirtió en la cima de la montaña. Lo había conseguido. Bajo él, cadenas de montañas de roca desnuda se extendían perfectas, rodeadas de valles inmensos cubiertos de pinos, hasta alcanzar el horizonte. Un río formaba un camino de destellos plateados. Sobre su cabeza, seis buitres giraban en círculo, siguiendo el camino de alguna corriente de aire caliente en el cielo. La brisa ligera del atardecer acarició su rostro. El Sr. Osaki bebió el último sorbo de agua y miró hacia abajo. Mañana bajaría por la vertiginosa ladera y continuaría su camino a través de las montañas, pero esta noche decidió dormir aquí. A solas y en silencio entre las estrellas.

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